Te colgabas
de la pared de la melancolía
y veías pasar las lentas horas
que hacia nada conducen y hacia nunca.
L. A. C.
Uno comprende que el poeta es un caballero, que respeta el código –ese código no escrito de los hombres– de un modo natural, para nada impostado. Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950) viste una camisa clara, chaqueta y corbata roja. Pronto también se percibe un sutil brillo canalla en la mirada. Luce unos vaqueros ochenteros, anchos y desgastados; empuña su camisa con unos gemelos redondos y coloridos: reproducen el escudo de Capitán América. En el poeta de línea clara confluyen dos mundos: el pop, rocker, irónico, divertido y políticamente incorrecto y el amante del mundo clásico, el erudito, el elevado. Positivo y negativo. Negativo y positivo. Dos caras de un mismo vinilo: una pieza musical única. Un milagro hecho poesía.
¿Su oficio de poetas le sirve para ponerse máscaras o para quitárselas?
Todos los oficios creativos sirven para acumular y amontonar máscaras. Y, de algún modo, esas máscaras que nos vamos poniendo encima a veces sirven para dulcificar la presión que puedan ejercer en nuestro rostro las máscaras originarias del dolor, del paso del tiempo, etcétera. La creación es siempre positiva y sirve de lenitivo y de bálsamo contra el dolor.
¿Es entonces una forma de evasión?
De alguna manera, lo que pasa es que es una evasión no complicada. No es como esas que ocurrían en las cárceles y que tenían detrás mucho sufrimiento y tensión. Es una evasión en el buen sentido del término.
¿El poeta no es un ser sufriente?
Yo siempre he disfrutado mucho con la poesía. Y es más: me ha servido para combatir el sufrimiento. No doy a luz mis poemas con dolores terribles de parto, sino que lo escribo con gozo, con alegría. Incluso los más trágicos, los más sombríos, siempre tienen esa luz que acompaña al poeta en el momento de sufrimiento para servirle de bálsamo, de pomada.
Se dice que su poesía llega de un modo fácil al oído del lector, es entendible. El ilusionista argentino René Lavand utilizaba una frase: “La belleza de lo simple, que no de la simpleza”. ¿Dónde queda el límite?
Mi obra puede llegar a todos los lectores del amplio espectro que tiene la poesía, pero el disfrute que se obtiene acercándose a ella creo que es mayor si se tiene también una cultura más amplia. Esto es así porque mi poesía, aunque se entiende y llega a todo el mundo, se disfruta más si encima tienes las claves culturales que yo empleo en cada poema. En este sentido, considero que puede llegar a un público muy sencillo y simple que únicamente quiere recibir una emoción, la comunicación de un sentimiento, y también a otras personas embarcadas en la vida de la Literatura desde muy jovencitas, que pueden ver ahí cómo toda la tradición está reunida.
Porque además usted, por su formación, parte de un conocimiento del mundo clásico muy amplio.
Esto es así porque es de lo que vivo, pero al margen de eso, mi concepto de lo clásico es muy amplio y no solo incluye lo latino y lo griego, sino que me interesa desde el poema de Poema de Gilgamesh hasta los últimos clásicos del siglo XX. Sobre todo, me interesan los autores que han contrastado ya con el paso del tiempo su presencia en la Literatura Universal y siguen igual de vivos e igual de jóvenes que siempre. Me interesa, sobre todo, el Clasicismo.
¿También hay clásicos vivos?
¡También hay clásicos vivos, sí! Es cierto que para convertirte en un ‘clásico auténtico’ tienen que pasar bastantes años y que no es fácil que exista un clásico vivo de treinta o de cuarenta años… Rimbaud, por ejemplo, se convirtió en clásico después de su periplo biográfico y no antes, aunque podría haberlo hecho porque su calidad era insoslayable a los veinte pocos años, pero no… tiene que pasar un poco el tiempo. Pese a ello, puede haber clásicos vivos.
¿Y son?
¡Hombre! Cirlot tendría ahora cien años. Él podría ser un clásico vivo. Caballero Bonald es otro clásico vivo. Paco Brines también lo es… La Generación del Cincuenta ya está en el Clasicismo.
Regresando a su poética: ¿Qué significa ser un poeta de línea clara?
Fue una cosa que surgió en el periódico La Nueva España, de Oviedo, en una reseña que hizo José Luis García Martín y que luego ya comenzó a utilizar todo el mundo. Yo mismo lo he ‘vulgarizado’ y lo he llevado por todas partes. Hay una escuela de cómic europeo, que es la escuela francobelga y tiene en Hergé, el autor de Tintín, su máximo exponente, en la que se hace un dibujo con una línea muy precisa, con unos colores planos que no tienen matices y que lo que expande por todas partes es un concepto de claridad, de comunicabilidad. En esa escuela hay otros como Bob de Moor, que colaboró con Hergé, o Jacobs, el autor de Blake y Mortimer. Yo aspiro a que mi poesía, sin prescindir de la cultura porque nunca prescindo de ella, sí comunique un mensaje muy nítido, muy claro, como el cómic franco belga.
¿Esa línea clara se está volviendo oscura, como ha dicho en alguna ocasión?
La línea clara sigue presidiendo mi producción. Este mismo verano he escrito como cuarenta poemas que podrían circunscribirse a ello. Pero he jugado con los términos línea clara y línea oscura. Y es que, conforme vas haciéndote mayor se va oscureciendo y ensombreciendo todo, pero eso no quiere decir que cambie en apariencia: mi estética sigue siendo de línea clara y lo seguirá siendo hasta que me muera.
¿Nace natural o es un propósito?
Absolutamente natural. Mi evolución es completamente debida a, digamos, tendencias totalmente incontrolables o incontroladas. Yo empecé siendo oscuro, comencé con las formas más culturalistas, con los mensajes mucho más abstrusos (señala su primer libro, Los retratos, que descansa sobre la mesa junto alguno títulos de producción posterior). Pero incluso se puede rastrear, en esa literatura de primera hora de Luis Alberto, la estética de segunda y de tercera hora pero, en cualquier caso, lo que sí es cierto es que comencé con formas oscuras y abiertas y me fui recluyendo en unas formas más cerradas y más claras.
¿Cerradas?
Digo cerradas porque el descubrimiento del epigrama, que descubrí en el Epigrama helenístico de la antología palatina y también en lo elegíacos latinos tipo Catulo, Propercio, Tibulo o Marcial, fue definitivo en mi creación literaria. Hay un ante y un después del descubrimiento del epigrama, que es una forma que oculta siempre un rigor en la construcción, una cerrazón: es un huerto concluso, un jardín francés que tiene su geometría. Y, en ese sentido, mi poesía es muy geométrica, no tanto por la apelación a la métrica, sino porque creo que mis poemas pueden gustar o no, pero considero que están muy bien cerrados. Con técnica, con rigor.
¿Pero se reconoce aquí, en sus primeros poemas?
El poeta mira hacia la mesa baja en la que se acumula media docena de libros que luego firmará con calma, dejando que cada dedicatoria parezca única.
Sí. Cada vez me reconozco más, Curiosamente, cuando empecé con esta otra poesía más ligada al epigrama me parecía raro lo que había escrito antes. Sin embargo, con el paso del tiempo se van reconciliando los distintos yoes en tu interior. Ahora me siento totalmente cercano de Los retratos, de Elsinore y de la producción primera anterior a La caja de plata, que es un poco el libro que constituye el eslabón de una nueva cadena.
Sobre el cambio estético que se produce en su obra con La caja de plata… ¿No sintió la incertidumbre de no saber cómo iba a recibir el lector ese nuevo rumbo?
La hubo, porque yo, en el fondo, en ese momento de los años 70 era considerado el poeta más culturalista de la generación, el que citaba más en distintos idiomas… Un poco como un pequeño Ezra Pound a la española. Entonces, evidentemente tienes tus dudas, ¡claro! Pero tuve la suerte de que Abelardo Linares leyó unos poemas que ni siquiera conformaban un libro. Lo explico en una edición para bibliófilos de La caja de plata que ha salido en Valladolid: ese libro apareció después de que me lo rechazaran dos editoriales porque creían que lo que les iba a dar era culturalismo puondiano. Abelardo lo leyó –quizá los otros ni siquiera lo leyeron, sino que iba a por la fama que tenía yo- e inmediatamente lo publicó y justo después gané el Premio de la Crítica con La caja de plata, que fue absolutamente impensado por mí; una sorpresa mayúscula, total. Eso fue en el año 1985. Yo tenía 34 años.
Y a partir de ahí…
Y a partir de ahí no es que yo siguiera la senda de lo que me habían premiado, sino que realmente estaba ya determinado a continuar por ese camino. No fue una rotura estética para seguir la moda. Al revés, La caja de plata lo que hizo fue inaugurar una moda. Fue un tipo novísimo, culturalista, el que rompió con esa estética de la misma manera que, por ejemplo, en la Generación del 27 autores surrealistas como el Aleixandre de Espadas como labios, pasión de la Tierra de repente publica Ciudad del paraíso. En las distintas generaciones se evoluciona. Yo comparo los cambios estéticos de algunos novísimos, no de todos, con la que experimentaron muchos de los autores del 27. Es una manera de aproximarse más al lector.
¿Qué importancia tiene el contexto histórico, el ‘lugar’ de donde se viene, a la hora de escribir poemas?
Toda obra poética es un diálogo con la obra que la precedió. Yo creo mucho en el concepto de tradición y, en ese sentido, mi obra poética no podría haberse desarrollado sin las lecturas que he dicho antes, de los autores grecorromanos, sin la poesía provenzal, sin Petrarca y sus Epígonos; sin el Siglo de Oro Español, sin la poesía maldita francesa del XIX –Baudelaire, Rimbaud- y, por supuesto, sin maestros contemporáneos como Pere Gimferrer, Jaime Gil de Biedma o Juan Eduardo Cirlot, por citar dos o tres nombres.
Y sin Juan Ramón.
Desde luego, sin Juan Ramón Jiménez tampoco. He contado muchas veces que mi primer libro de versos, que realicé en un cuaderno rojo, lo escribí imitando a Juan Ramón. ¡Por supuesto también Rubén Darío! ¡Toda la tradición hispánica! Esa tradición que nace en Bécquer, continúa en Rubén, luego se bifurca en los Machado y Juan Ramón y acaba en la Generación del 27. Debo decir que Lorca me parece un poeta gigantesco también; de los más grandes que ha habido.
Juan Ramón es, para usted, un gran referente.
Lo es, pero insisto: sin Rubén Darío y sin Bécquer Juan Ramón no sería el gran referente. Él se educa en la lectura de estos dos escritores. De hecho, Cantos de vida y esperanza es un original que Rubén le entrega a Juan Ramón Jiménez para que haga lo que le dé la gana con él. Y ese es el primer libro de poesía como tal: antes, en la Literatura Española, solo había habido colecciones de poesía, recopilaciones. Los escritos de Nuñez de Arce o de Campoamor se llamaban Doloras, humoradas, poemas, canciones… pero eran recopilaciones que, una vez escritos, se metían en un carpatacio. Y lo mismo hacía Quevedo y los poetas anteriores. Sin embargo, el concepto de libro orgánico se lo inventa Juan Ramón Jiménez para Rubén Darío en Cantos de vida y esperanza. A partir de entonces, siempre se habla de la organicidad del libro, de la unidad que pueda tenerla obra.
Y eso es importante.
Sí. Pero eso no quiere decir que, cuando estoy en un concurso y me dicen que el libro no es unitario no conteste: ¿Y qué? ¡Es genial! ¡Qué más me da que no sea orgánico! La genialidad está por encima de la vocación que tiene un libro de ser orgánico. Una cosa es un libro de poemas y otra una novela. Desconfío del poeta que dice que está escribiendo un libro de poemas. Estás escribiendo poemas que luego serán un libro. Los poemas son mucho más aéreos.
Luis Alberto responde a las preguntas sin apenas titubeos, cómodamente sentado en el sofá. Escucha los interrogantes con la mirada fija en un punto incierto –tal vez escudriña el lugar donde residen sus ideas, compromisos y conocimientos-. Pese a comenzar a publicar en la década de los primerísimos año de la década de los 70 del pasado siglo, el poeta conoce muy bien –porque participa en diversos jurados de concursos literarios- la poesía que se hace hoy. No vive oculto en una torre de marfil.
¿Qué está ocurriendo hoy en las estanterías dedicadas a la poesía?
Estamos en una etapa muy abierta porque desde todas las escuelas están saliendo talentos jóvenes, importantes e interesantes. Creo que se está escribiendo una poesía muy hermosa en España. Todas las generaciones que están conviviendo, o al menos coexistiendo en España en este momento tienen un nivel de calidad bastante alto.
Y entre los autores que podría citar está, claro, nuestro querido e idolatrado Roger Wolfe, está también Miguel D’ors, Julio Martínez Mezansa, Amalia Bautista, Almudena Guzmán… No puedo olvidar tampoco a Karmelo Iribarren… Tengo muchos poetas que leo con muchísimo gusto. Y, aprovechando que estamos en Murcia, no me quiero olvidar tampoco de Eloy Sánchez Rosillo, un autor que me gusta mucho.
¿La ética tiene lugar en la poesía?
¡Hombre! En la poesía, más que la ética, tiene importancia la estética. Lo que pasa es que en toda estética hay una pulsión ética, pero no es lo importante porque, si no, convertimos la poesía en aquello que decía Celaya –que era muy interesante por la época en la que es escribió-: un arma cargada de futuro. La poesía no es ningún arma, no se parece a una pistola, un rifle o a un cañón.
Usted dice que la creación poética ha de definirse en términos de necesidad.
Es que el poeta no elige, está condenado. Eso sí, es una condena, en mi caso, muy grata. Y agradezco muchísimo a los dioses que me condenado a ese especie de castigo eterno de la poesía. Yo no decidí ser poeta: la poesía vino a mí. Empecé a pergeñar versos a los diez u once años, era lo que me divertía y lo que me sacaba de mi soledad.
¿Ah, sí?
Yo era un niño más bien solitario, y la poesía me acompañaba en mi soledad. Y también me acompañaban, sobre todo, mis lecturas. No hay que olvidar que la cultura no es enemiga de la vida, sino colaboradora íntima de la vida. Por eso, las personas que dicen que para ser poeta hay que estar siempre borracho o drogado no dicen más que tontería. Pongamos por ejemplo a Edgar Allan Poe, uno de mis personajes favoritos de la Literatura Universal: era un tipo politoxicómano, pero yo estoy absolutamente convencido, seguro, de que todos los cuentos geniales que escribió los creó completamente libre de cualquier influencia de esos fármacos. Todos hemos estado colocados, pero en el fondo, cuando estás borracho, crees que lo que vas a decir es una genialidad, pero luego lo lees y dices… ¡Vaya mierda!
Y yo no soy nada moralista en eso. Que cada uno siga su camino y haga lo que le salga de las narices, pero no cabe la menor duda de que estar continuamente drogado o borracho no es el mejor camino. ¡No puedes hacer nada! Nada, salvo meterte en un centro de desintoxicación, claro. (Sonríe de una forma pícara).
¿Dónde nace el poema?
Considero que el poema nace en la vida, en la experiencia, sin que ello signifique que me deban meter en la escuela de la experiencia. Es un poco absurdo hablar de la escuela de la experiencia, porque la escuela de la experiencia es todo. Todos escribimos a raíz de unas determinadas experiencias. Y sí, el poema nace de la vida, del hecho de estar vivos, que es lo que leí hace poco en una novela de Martín Casariego: cuando alguien se quiere suicidar, la manera de convencerle de que no es decirle que todo es la nada realmente. Estamos rodeados de nada, de decrepitud y de horror. Y sin embargo, si tenemos la suerte de estar unos años vivos… ¡Vamos a disfrutar de esa suerte todo lo que podamos! En ese sentido, la poesía, el arte, la arquitectura, la escultura, la pintura, la música…, todo surge de la experiencia biográfica y de la vida; de los pulmones que respiran, de los ojos que miran y de las manos que acarician. Surge, en fin, de los sentidos.
¿Luis Alberto de Cuenca sacraliza el pop?
Yo no sé si sacralizo el pop, pero sí que me considero un poeta pop. Me fascina, desde siempre, el mundo pop. En pintura, por ejemplo, la escuela pop me interesa muchísimo. Está, para mí, a años luz de lo que me pueda interesar el impresionismo abstracto o la pintura geométrica. Creo que es el arte del siglo XX, el que aporta más al mundo de la plástica. Y en poesía, una especie de correlato sería la poesía que hacemos gente como yo. José Luis Garci, mi gran amigo cineasta, dice de mí que soy un poeta ‘popsocrático’ (ríe).
¿La poesía es para élites?
¡En absoluto! Eso surge a partir del Romanticismo. Hasta ese momento, la poesía estaba totalmente incardinada en la gente. Se podía ser analfabeto, pero todo el mundo sabía quiénes eran los poetas importantes de la época. No había una diferenciación entre pueblo y poesía. Y es más, había incluso fenómenos de creación colectiva como el Romancero o el mundo de las baladas inglesas.
¿Por qué pone la frontera en el Romanticismo?
En ese momento cambia el tercio y aparece el escritor maldito, que está en rebelión contra la sociedad y se aleja del nicho burgués o popular que antes era conocido. Hasta la Revolución Francesa la poesía estaba completamente incardinada en la gente. Un ejemplo: los autos sacramentales no pueden ser más sofisticados y más raros. Sin embargo, la gente iba a racimos a verlos. Eran populares y el pueblo, aunque no lo entendía, lo vivía y, de algún modo, lo asimilaba y le entusiasmaba. Pero a partir de un determinado momento, como digo, se crea esa literatura de élite. A mí me gustaría ser un poeta de los de antes del Romanticismo.
La entrevista se produce en la sala de un hotel de Murcia. Canciones de un hilo musical realizado con un gusto cuestionable suenan a elevado volumen mientras el Premio Nacional de Poesía de 2015 por Cuaderno de Vacaciones habla. La música, por cierto, también está ligada a la biografía de Luis Alberto de Cuenca. Desde la mítica Caperucita Feroz, himno de Gurruchaga y la Orquesta Mondragón, hasta el disco de poemas interpretados por Loquillo en 2011, que hizo que el poeta entrara por la puerta grande del rock.
La música.
La música y la poesía nacen juntas en el siglo XI antes de Cristo en Grecia. Realmente la Lírica no es más que una poesía concebida para ser acompañada por los instrumentos de cuerda, por la lira. Luego empiezan a separarse: la música adopta un papel mucho más abstracto; la poesía continúa en la concreción de sentimientos, de emociones.
¿Son lo mismo?
Las emociones que puede fabricar la música son tan intensas como las de la poesía, pero diferentes porque, digamos, habla de cosas que no están relacionadas con pulsiones elementales o primarias. La música es mucho más intelectual que la poesía. O, por lo menos, la poesía que a mí me interesa es la menos intelectual.
En su caso, música y poesía vuelven a unirse gracias a los trabajos de Loquillo.
Cuando nos hacen entrevistas a Loquillo y a mí siempre hemos dicho que somos un poco como la muestra de que poesía y música vuelve a hermanarse, a fundirse, a abrazarse. De hecho, ahora mismo estamos viviendo un revival ahora de este fenómeno que yo llamo ‘parapoético’ de los cantautores que están vendiendo treinta, cuarenta, cincuenta mil ejemplares. Hablo de gente como Marwan, Elvira Sastre… que hacen más letras de canciones que poemas. Pero esto demuestra que estamos viviendo un acercamiento importante entre música y poesía. Lo hemos vivido también con Dylan. ¡Me pareció un disparate! Debería haber también un Nobel de la música pero, realmente, la obra poética de Dylan, con ser importante e interesante, siempre va en función de la música. Por ejemplo, se nos acaba de morir Leonard Cohen: para mí Cohen es más poeta, a mi modo de ver, que Dylan. Pero eso ya son opiniones personales.
Qué buen trabajo hizo Gabriel Sopeña con sus poemas, ¿verdad?
Sopeña hizo una maravilla de labor con mis poemas. Son cuarenta y tantos los poemas que ha musicalizado. Y en Visor salió una antología que se llama Todas las canciones: faltan dieciocho. Ahora, en cuanto se agote, una persona de Asturias que lo ha trabajado mucho, lo va a perfilar.
En cuanto a Sopeña, es un gran compositor y un gran intelectual. Coincidimos un poco en el perfil, porque él es profesor de Historia Antigua en la Universidad de Zaragoza. Y, además, es un músico infatigable, un conocedor del folklore popular impresionante y un rocker también. No en vano ha acompañado a Loquillo en mil y una actuaciones.
¿Y Loquillo?
Él se acercó a mi poesía porque le gustaba. Yo no conocía a Loquillo de nada. Me gustaba su música y nada más. Él fue quien llegó y me dijo que quería trabajar conmigo. Pero yo en ese momento estaba en política y le pedí que aguardara. Fue en 2011 cuando sacamos el disco. Y yo espero que sigamos, porque se vendió bien. Un disco de canciones inspiradas en poemas tiene menos salida que un disco de puro rock, pero llegamos a vender veintitantas mil copias.
¿Y cuando escucha sus poemas coreados por miles de personas en un estadio?
Pues se produce una especie de ‘gustirrinín’ raro. ¡Me encanta! La experiencia con Loquillo ha sido mucho más intensa que con Gurruchaga por una sencilla razón: lo que hacía con la Orquesta Mondragón eran letras, con Loquillo son poemas musicalizados. ¡Son dos mundos distintos! Los poemas parecen estar escritos ex profeso para el Loco. Yo creo que se ha producido una especie de milagro: el Loco no es el intérprete de los poemas de Luis Alberto, sino su protagonista. Él lo dice siempre.
¿Qué más tiene entre manos?
Últimamente me ha producido una gran emoción ver mis poemas convertidos en viñetas de cómic. Lo ha hecho Laura Pérez Vermetti, que es una de las grandes dibujantes del momento. Es una chica catalana de origen italiano que hace unos dibujos absolutamente geniales. El pasado día uno de diciembre se presentó en Málaga Ocho poemas, novela gráfica, en el que hizo mi poema de Isabel de La caja de plata junto a siete poemas de otros tantos poetas. Entonces, le propuse trabajar juntos y ella cogió el testigo. Son dieciséis poemas los que ha ilustrado, se va a llamar Viñetas de plata y va a salir en Reino de Cordelia. ¡Es una verdadera delicia ver cómo convierte en cómic mis poemas! Y es que yo siempre he pensado que mis poemas son como videoclips o como historietas. Ahora solo me falta lo de los videoclips.
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