Lo ha hecho de nuevo: ha publicado un libro de poemas que es fiel a una trayectoria de más de treinta años dedicados al oficio de escribir. Sesenta y nueve poemas construyen, sin fracturas ni artificios innecesarios, Quién lo diría (Tusquets, 2015), el décimo poemario de Eloy Sánchez Rosillo.
Quién lo diría es, ante todo y más allá de la propia obra que contiene, la enésima confirmación de que el poeta utiliza con acierto los mimbres del arte poético. Sitúa a Sánchez Rosillo en esa liga de los autores verdaderos, que conocen el secreto para escribir versos que sobrevivan al propio poema, incluso al autor, y se alojen en ese espacio indeterminado de la memoria del lector para volver en el momento oportuno.
El libro, que llega a los anaqueles dos años después de Antes del nombre, se configura como diario personal y a la vez universal en el que el autor escribe, ante todo, sobre el paso del tiempo. Un hecho inevitable que Sánchez Rosillo no mira con pesimismo, sino con admiración. Eloy convierte el tedio del día a día en la belleza del danzar de las estaciones: otoño, verano, primavera e invierno pasan, con sus matices, ante los ojos del lector conforme éste avanza por los poemas. Y lo hace como acostumbra: poniendo la mirada en lo pequeño, en lo insignificante, que se sitúa como origen del poema.
INOPORTUNAMENTE
Ya mediado septiembre, al caer las tardes,
cantan los mirlos como si éstas fueran
en todo iguales a otras que han pasado.
Cantan alegres, sin tener en cuenta
que el verano se acaba y deberían
no cantar o, si acaso, que sus silbos
tejieran en el aire una elegía.
Quién lo diría invita a un viaje por lo natural desde una mirada que contempla, pero que no interviene. El poeta, casi siempre, opta por convertirse en una mirada para después trazar la imagen de lo que ha visto a través de las palabras. Son sus poemas casi escenas cinematográficas que el lector reconstruye sin apenas esfuerzo. Olores, luces –sobre todo luces-, sonidos y sensaciones se suceden a ritmo templando, sin premura ni sorpresa.
La mirada del poeta se dirige, sobre todo, a los escenarios naturales. El mar; los animalillos y su misterio; la propia ciudad, que convierte en un entorno salvaje y armónico… Todo ocurre ante el escritor que, como un fiel notario, lo apunta en forma de poema.
Y, a través de esas contemplaciones, Eloy Sánchez Rosillo se pregunta: ¿Sucede la belleza sin nosotros/ o la crean los ojos al mirarla?, dice en LUGARES. Porque el hombre que observa, a la vez y de un modo inevitable, no deja de cuestionarse sobre todas las cosas.
En una ocasión, en EN LO SUYO, el poeta se reprende por perderse en “cuestiones metafísicas” mientras el mundo sigue ocurriendo:
AHÍ llega el estornino, que da vuelos
de un árbol a otro árbol por la calma
de esta mañana en la que solo se oye
su silbo el en jardín. Está buscando,
sin titubeos y sin enredarse
en abstractas cuestiones metafísicas
-no como cierto Eloy a quien conozco-,
su sustento del día: una certeza
que lo tiene ocupado todo el tiempo,
bien en lo suyo y muy gustosamente.
Encuentra lo que busca, y no hay más nada:
se cumple en lo que hace, y nos cumplimos
también nosotros mismos al mirarlo,
mientras el sol le pulsa algunas notas
de oro encendido en su plumaje negro.
Presente de un modo u otro en casi todos los poemas del libro se encuentra la luz. Cada texto es, en esencia, una estampa de luz. Y con la misma maestría con la que el poeta transmite sonidos y escenas logra algo aún más difícil: contar los matices de la luz, que nunca es la misma y nunca significa lo mismo.
Despertar en mitad de la noche de agosto/ y ver que está mi cuarto lleno de luz de luna. / Ha entrado con sigilo por el balcón abierto/ mientras yo dormía y la encuentran mis ojos/ derramada en el suelo como un agua misteriosa escribe en LUZ DE LUNA. Y dice, en un poema anterior: PERDER así este día de luz íntima,/ de oro que al corazón me traen los ojos,/ perderlo, estarse quieto/ dejar que el tiempo fluya/ y que la vida pase.
Enfrentarse a Quién lo diría es hacerlo a un poemario de intensidad sostenida, de ausencia de sobresaltos, de belleza; es aceptar una invitación: la de estar vivo.
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