Lo suyo es una amistad sin crepúsculo. Se aman (verbo rotundo, pero incontestable en este caso) de una manera incondicional; lo hacen como si fuera otro tipo de respiración vital, de manera instintiva y automática, sin apenas percibirlo, sin necesidad de impulsos externos. Y así, en esta especie de milagro laico, llevan conviviendo 45 años. Toda una vida.
Para algunos son Eloy Sánchez Rosillo, el gran poeta de La Vida, y Pedro García Montalvo, de cuya pluma han salido algunas de las mejores novelas de la Región. Para otros, aquellos profesores de la Universidad de Murcia que, con pasión, han llenado sus cabezas de nombres de ‘autores verdaderos’ (Eloy dixit). Habrá también quien los ponga en el saco de las personas anónimas con las que uno se cruza a diario por la calle sin mayor trascendencia. Para ellos, o entre ellos, más bien, son únicamente Eloy y Pedro. No valen artificios, no precisan de la pompa que les otorga el oficio literario ni han necesitado compartir aulas y facultad, la de Letras, durante casi toda su vida para disfrutar de una amistad que, aseguran, ha crecido por naturaleza y les ha unido con la fuerza misteriosa con la que dos imanes se atraen cuando están cerca.
Porque, eso sí, para forjar una relación así de irreprochable es preciso que ciertos mimbres construyan la misma cesta: «Evidentemente, es necesario que coincidas en un rincón del universo y justamente en los mismos años con una persona para que se genere esa amistad», reflexiona Pedro. A lo que Rosillo apostilla que «se puede tener cercanía con un poeta o un escritor que viva en Nueva York, pero es muy difícil que esa amistad sea honda y verdadera ya que para ello hay que coincidir en el espacio, frecuentarse; si estás en un lugar en el que nadie comparte tus sueños, la vida es más triste».
Y lo hicieron (y lo hacen), por ejemplo, a través de sus «paseos interminables y hasta altas horas de la madrugada» a lo largo de las calles de Murcia, comenta el poeta: «De esos paseos tenía la culpa José López Martí, sin lugar a dudas el más peripatético de todos». Espacios, esas caminatas infinitas, para hablar de todo; haciendo uso del tópico, momentos en los que cupo lo divino y lo humano. «Y eran paseos verdaderamente largos», recuerda García Montalvo entre risas, «hasta el punto de que uno decidía acompañar al otro hasta la puerta de su casa y, a mitad del camino, era el acompañado quien obligaba a dar la vuelta para ser esta vez acompañante y llevar al primero hasta su portal». «Y así hasta quince veces en una noche», observa Eloy.
En este ir y venir a lo largo de sus biografías, y casi sin exigirlo, ambos se proponen un ejercicio de sinceridad con el otro. Empieza Eloy: «Pedro García Montalvo para mí siempre ha sido una referencia y un ejemplo, he visto que lo que él hacía era verdad en su vida y ha puesto en eso todo el empeño y toda la ilusión. Y encima, los resultados de ese empeño son extraordinarios», juzga, a propósito de sus obras.
Los sentimientos son recíprocos. Dice Pedro: «Considero que la amistad y los libros de Eloy que han acompañado esa amistad han sido un regalo increíble de la vida con el que no habría soñado cuando era un niño o adolescente que empezaba a querer tener amigos y a escribir y compartir eso con alguien. Un regalo de la existencia o de la divinidad».
Lo cuentan en el hall del hotel Rincón de Pepe, un lugar escogido por ambos para rememorar su historia y, sobre todo, vaticinar lo que les resta vivir en común; un espacio que, aunque en principio parecía una elección azarosa, a lo largo del encuentro se va revelando como un territorio importante para ellos: Ramón Gaya, que vivía fuera de la Región, se alojaba por largas temporadas en una de las habitaciones de este hotel. Y también su planta baja era uno de los espacios elegidos para las tertulias entre Miguel Espinosa y José López Martí. Así, en ese local tan de paso que fue hogar frío y espacio habitable para algunos de sus maestros, evocan, entre alguna que otra discreta risotada, sus primeros encuentros.
Es García Montalvo quien activa la máquina del tiempo: «Ambos sabíamos que éramos muy lectores y muy aficionados a determinados autores, pero ninguno imaginaba que el otro escribía». Era su primera etapa en la universidad, cuando todavía la pisaban como alumnos y se sentaban en las bancadas junto a otros compañeros. «Hace exactamente 45 años que nos conocimos, aunque al principio no hicimos mucha amistad, claro. En 1973, año en el que Pedro hacía su último curso, empezó la relación», rememora por otro lado el poeta: «Y sabíamos que éramos gente muy entregada a la Literatura, algo que nunca es inocente: así empezó la cosa». Amigos comunes, intereses literarios (aunque eso no fuera, al principio, lo importante) y un encontrarse ‘casi a diario’ fueron el germen de algo que, visto con la perspectiva que ofrece el paso de casi medio siglo, se antoja destino inevitable en sus biografías.
Andrés Trapiello, en un texto con el que participó en un volumen publicado para homenajear a García Montalvo, describió la indisoluble unidad que existe entre el poeta y el novelista: «Si pienso en una amistad pura y desinteresada, en lo que pudiéramos llamar ‘molde de la amistad ideal’, se le vienen a uno a los labios en primer lugar los nombres de Pedro García Montalvo y Eloy Sánchez Rosillo», a lo que añade: «En cierto modo no puedo pensar en uno sin pensar en el otro, sabiendo que ellos dos son a su vez, en la relación que mantienen desde hace cuarenta años, la cristalización de una idea decantadísima de amistad».
Ante esto, poco queda decir. Y no son, las de Trapiello, palabras vacías, elogios sin fundamento. Solo es preciso verlos, tal y como están en el momento de este encuentro, para certificar que así es: uno apostilla sobre el otro; el primero, de nuevo, le ataca con una broma («Pedro es casi futbolista», dice Eloy), a lo que su par, rendido ante una especie de evidencia cómplice, no tiene otra que admitirlo. Van, a lo largo de casi dos horas de encuentro, de lo más grave a lo totalmente irónico con una agilidad natural, nada ensayada.
Orgánicos, cómplices en completo desacuerdo cuando la ocasión lo requiere, sí que son uno solo a la hora de aludir a una especie de ‘misterio’, así, entre comillas, cuando se les interroga por los ingredientes para la amistad perfecta: «De pronto, un día aparece esa sensación de amistad profunda; no sabes cómo ponerle un principio a eso», rememora el novelista. Eloy, por su parte, afirma que «nunca se conoce el momento en el que las cosas importantes de la vida comienzan a tener esa importancia», ya que «todo empieza de manera ocasional, fortuita, y nadie sabe lo que esa relación va a dar de sí, hasta que llega un momento en el que piensas en esa persona y ves que es como tu hermano, casi más que un hermano, y con el paso de los años lo valoras como algo que ha sido muy importante en tu vida». Y aquí otra sincerísima declaración de afecto de las muchas que vendrán en el encuentro: «Cuando puedes mirar una vida como la nuestra, en gran parte pasada, ves lo triste que hubiera sido si no hubieran pasado ciertos amores o amistad importantes que has disfrutado: ver que una amistad como la nuestra no la puede mover nadie es algo extraordinario», asume Sánchez Rosillo.
El magisterio de Ramón Gaya
Uno de los fertilizantes del tándem García Montalvo–Sánchez Rosillo, tanto en lo personal como en lo literario, es la figura de Ramón Gaya, al que ambos recuerdan con un afecto profundo y, sobre todo, con la devoción que se debe sentir por un verdadero maestro. Hablan de él desde una doble perspectiva: por un lado, es para ellos ese gran preceptor capaz de ‘ver’ el misterio que se esconde en lo menos trascendental y, por otro, un amigo, un igual, independientemente de pertenecer a una generación distinta. «No quiero ni pensar qué hubiera sido de nosotros si Ramón hubiera nacido, por ejemplo, en Oviedo», reflexiona Eloy Sánchez Rosillo. «Entonces, nosotros también seríamos de allí», ataja Pedro García Montalvo.
Del maestro Gaya se llevan «el hecho de que su mera presencia, sus conversaciones, su mundo creativo abrió un horizonte hacia el que encaminarse; él fue un atajo para llegar a ese lugar de realidad y vida hacia el que era imprescindible llegar». En este punto de la charla las declaraciones se entrecruzan, uno dice lo que piensa el otro, el poeta confirma aquello que previamente ha dicho el novelista y este último repite, de nuevo, lo que acaba de afirmar su gran amigo. La devoción por Ramón Gaya, el sentimiento de sincera complicidad es común en ellos, parece que hablaran desde una misma alma. Con dos bocas, eso sí.
Dialogan sobre la abstracción estética que supone ‘ver’ y ‘mirar’ más allá, con esa capacidad innata que parecen tener los artistas y que ellos buscaban, juntos y de un modo muy distinto, alcanzar con la compañía de Gaya. «Era un sabio en el sentido antiguo de la palabra, como lo eran los griegos, un hombre que abría mundos… fue una relación fundamental», reconoce Sánchez Rosillo. Y, de nuevo, lo más importante: «No tomaba la figura impostada de un maestro, era un amigo que no pretendía enseñarte nada, pero tenía más experiencia y una mirada más artística, él ‘había visto’ cosas que nosotros todavía no». Hay, claro, algo de nostalgia en sus palabras, pero, sobre todo, agradecimiento.
De él, quizá, integraron ese deseo de compartir de un modo natural sus pasiones, algo que tanto Pedro como Eloy han intentado aplicar en las aulas de la Facultad de Letras de la UMU. Sus clases se han vertebrado sobre esa palabra: pasión. Es lo único que han tratado de transmitir a los cientos de alumnos a los que han enfrentado sus lecciones. «Más que enseñar, el profesor tiene que señalar, porque la literatura nadie la puede enseñar», y así lo explica el poeta a los estudiantes: «Nací antes que vosotros, he sido un entusiasta del arte y de la literatura y estas lecturas, estos cuadros, estas imágenes son las que me han emocionado, son para mí la vida, algo fundamental, parte de mi ser». «Y el profesor», añade Montalvo, «tiene que apuntar al corazón y no a la mente, porque es al corazón hacia donde apunta la literatura».
Un futuro con futuro
Cae la tarde y toca cambiar de tercio. El futuro. ¿Qué nos espera? ¿Qué será de las letras en los próximos treinta años? ¿Qué de la poesía? Y, sobre todo, ¿dónde estarán ellos, Eloy y Pedro, dónde sus nombres, en qué lugar sus obras? No sienten, pese a lo que pudiera parecer, querencia por lo apocalíptico. Niegan la mayor: pese a este sentimiento generalizado de que todo va a peor en las aulas, de que cada vez hay menos interés por la Literatura que se escribe con mayúsculas, cuando el mercado de los best-sellers ha llegado hasta a la poesía, Pedro García Montalvo y Eloy Sánchez Rosillo se muestran, si no optimistas, sí tranquilos al respecto: «Escritores buenos siempre ha habido, y en el futuro estoy seguro de que los habrá», reflexiona Rosillo, a quien Montalvo apunta que «en este ámbito continuamente hay picos y valles, y pese a que podemos tener la leve impresión de que actualmente algo ha descendido esa ebullición, todo volverá a encenderse», argumentan entre ambos.
¿Y ellos? «Yo me conformo con haber hecho algo ahora», dice reflexivo García Montalvo cuando aborda cómo le gustará ser recordado. Y añade: «El futuro para mí no tiene una gran importancia como interés personal, como ego». Aunque luego apuntará que sí le interesa en lo referente a lo que su obra pueda servir, ayudar a futuros lectores y escritores.
Eloy sí que reconoce que «el futuro tiene importancia»: «Para mí es como un sueño, y me gustaría estar ahí también», dice. Pero, ¡ojo! no se trata de un ejercicio de egolatría. El poeta ha puesto su vida al servicio de la palabra, lo ha hecho entregándolo todo y entregándose todo él, por eso se entiende de un modo preclaro que no existe nada de vanidad en sus palabras cuando declara: «Me gustaría que las personas del futuro se acerquen a mi obra como lo hacen a un amigo y digan ‘qué hermoso hubiera sido conocer a esta persona’; que ellos me imaginen a mí como yo los imagino a ellos».
Y es que ninguno de los dos autores ha escrito «para este tiempo, ni para ninguno en concreto». Lo han hecho por necesidad, sin presuntuosidad, porque sentían de una manera sincera ese fuego dentro de ellos que les decía, afortunadamente, que habían nacido para ser palabra impresa. Y trascender.
Acabada la conversación (y grabadoras aparte) los dos amigos, que han dejado el traje de escritores dentro, se despiden. Y uno imagina que dan esquinazo al periodista y, cómplices, se pierden en el trasunto de otras gentes para cobijarse en esos ‘bares ruidosos’ por los que sienten afecto.
Tomarán quizá unas cañas mientras charlan sobre esto y aquello y dejarán pasar las horas exprimiendo la compañía. Y tal vez ya tarde, justo al momento de separarse, uno le diga al otro, «venga, te acompaño ahora yo a ti a tu casa».
Artículo publicado en el especial de los 30 años de La Opinión de Murcia.
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