No sabía que era otro tipo de lírica. Me obsesioné con él, con este juego en concreto. Me escondía en mi habitación y repetía una y otra vez sus gestos -hoy, después de años sin verlo, he comprobado que recuerdo exactamente el texto y la cadencia- y logré acercarme a su ejecución. Allí, en mis manos, todos, absolutamente todos los colores se alternaban uno a uno: rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro.
Y era un secreto, un acto de amor hacia mí mismo. Jamás ante los ojos de nadie: únicamente para mí, para mi vello erizado y mis ojos acuosos. Ese ritmo: rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro. Para que hirviera, una vez más, mi capacidad de asombro.