La ciudad, el ritmo del trabajo, ese deseo continuamente perseguido de triunfar, de llegar más allá, de lograr un objetivos marcados por quién, para qué… Son las Aspiraciones de la clase media, que la poeta Brenda Ríos se ha encargado de exorcizar en un libro publicado por la editorial Liliputienses en 2018.
En Aspiraciones de la clase media, Brenda Ríos se sitúa en esa sensación de asco que nos invade a tantas personas ante el espejo cuando nos atrevemos a mirarnos con sinceridad: ¿Qué haces?, se pregunta, ¿por qué dejas pasar días que son el calco del anterior sin que nada cambie? ¿Merece la pena el esfuerzo? El inconformismo ante un puesto de trabajo que no acaba de gustar, la certeza de que fuera no le espera nada mejor, la obligación de ‘triunfar’ cuando solo se quiere vivir…
Todos esos pequeños grandes problemas de la ‘burguesía trabajadora’ se convierten en herramienta para el verso en este libro que la autora mexicana ha dividido en dos partes (‘Aspiraciones de la clase media’ y ‘Casa’) en el que la primera, por crudeza y por reflejo de lo que el lector ha experimentado, es el verdadero plato fuerte de la obra.
Por temática, por tono, el poemario entronca con trabajos como Los días hábiles, de Carlos Catena Cózar, que se sitúa en una voz similar para narrar ese tedio al que ata de un modo inevitable un contrato de trabajo de 40 horas a la semana, extras a parte, en el mejor de los casos.
El primer poema de Aspiraciones de la clase media, de Brenda Ríos, es una reseña del libro en sí mismo. Se titula Prestaciones:
La mayor aspiración de mi familia,
de mi generación,
de mis amigos
es tener un buen empleo.
Cualquier empleo.
Una plaza fija.
Vacaciones pagadas, prestaciones, café ilimitado,
clips metálicos,
fotocopiadora en un cuarto aparte,
persianas de plástico [tiras de algo blanco que permanece]:
qué belleza el pvc fracturado.
No podemos aspirar a más porque no hay más.
Lo sé, lo sabe mi familia, mis amigos, mi generación entera.
Y heme aquí, convertida en una gran empleada,
subida en el autobús del gran sueño de tantos,
dispuesta a gritar cuando los objetos se acercan al borde de la mesa.
Un eco de Saramago
A vueltas con las pocas páginas que José Saramago dejó escritas sobre una nueva novela meses antes de su muerte da por pensar en qué maravilloso equilibrio ético habría vuelto a poner el Nobel a sus lectores.
Alabardas, que incluye textos de Roberto Saviano y Fernando Gómez Aguilera e ilustraciones de Günter Grass, está editado en Alfaguara y recoge la última veintena de folios que José Saramago escribió de lo que quería que fuese una novela titulada Alabardas, Alabardas, espingardas, espingardas, donde iba a utilizar la figura del economista de una empresa de armamento para reflexionar sobre la problemática del negocio de las armas desde la perspectiva personal.
¿Es lícito enriquecerse con la muerte? ¿Vender armas es vender muerte? Estas son las dos preguntas a las que parece apuntar Saramago en esas páginas iniciales que no hacen sino esbozar la que sería otra de sus novelas dedicadas a poner al lector contra su propia pared y la espada que cada uno lleva al cinto.
Los textos de Saviano y Gómez Aguilera enriquecen de algún modo el texto de Saramago, que con unas notas sobre la novela del propio escritor a modo de épilogo se queda solamente en anécdota, pues las fuerzas no acompañaron al portugués siquiera a llegar al meollo de la cuestión.
Una pintura plana
No me ha entusiasmado demasiado Aguafuertes, que Joan Margarit publicó con su propia traducción en 1998 en la editorial Renacimiento, pero sí algunos de los poemas que contiene este libro del último premio Cervantes.
Es cierto que, como escribe Javier Rodríguez Marcos en el especial que la revista El Coloquio de los Perros dedicó al poeta, Aguafuertes contiene todas las referencias biográficas del escritor: desde sus hijas hasta su amor por la música clásica pasando por las geografías que ha habitado y por las que inevitablemente pasa el tiempo. Tal vez eso sí valga la pena.
Ese imaginario se traduce en un puñado de poemas que toman cierto vuelo, como ‘Las mieles del fracaso’, ‘Tchaicovski’ o ‘Museo de Empúries’, que merecen varias relecturas y están cargados de una Verdad que resulta incontestable.
MUSEO DE EMPÚRIES
Me creí lo de Grecia, el símbolo me atrae
como el brillo del agua atrae al cuervo.
Con fragmentos de estatuas y poemas
¿cómo pudimos inventar tal gloria?
El ayer, cómo nos fascina.
Hoy es apenas una vaga estética
neoclásica en temas funerarios.
Después, se habrá acabado para siempre Grecia,
única aristocracia de este tiempo.
Dos mil años atrás, la luz del día
-la misma luz de hoy- bañó estos mármoles
y la llamamos mítica.
Todos los días tienen su luz mítica,
incluso los que acaban derrotados,
dormidos frente a la televisión.
Por más belleza que haya en estos mármoles,
tan solo son el polvo de aquel mundo.
Sucederá lo mismo conmigo y las palabras:
ellas serán mi polvo, las palabras.
Correr, mirar atrás, correr
La huida hacia delante (La isla de Siltolá, 2014) es el primer libro de poemas publicado por Víctor Peña Dacosta. Ya en él está la ironía y ese tono descreído con uno mismo que el poeta luego desarrollará intensamente en Obsolescencia programada, donde atina todavía más el tiro de una poesía que conecta con el lector, que le interpela y le deja desnudo ante unas respuestas que son, como poco, algo vergonzosas.
La huida hacia delante se configura como una especie de diario en el que el escritor plasentino esboza un retrato sentimental, profesional e íntimo en el que releerse una y otra vez. Se habla a sí mismo desde una honestidad brutal -Calamaro está, a modo de cita, en el breve libro- en la que llega a admitir: «Soy lo que soy. Ni mucho ni poco. / Suficiente para meteros / a todos vosotros en líos» y «No soy nada: apenas lo que aparento».
Se disfruta de poemas en los que se observa cómo desde ese lenguaje cercano, que se pega a las uñas de los lectores, Víctor Peña dialoga con autores como Luis Alberto de Cuenca, Almudena Guzmán o Álvaro Valderde en una suerte de ‘duetos’ poéticos que generan nuevos sentidos para los versos de estos escritores. Porque no se encuentra un mejor modo de decir que decir lo que otros ya han dicho.
CARENCIAS AFECTIVAS
Mientras contemplo desde arriba
el rítmico movimiento
de tu cabeza sobre mi sexo,
siento, sobre todo (¿eso?, ¿ves?, ahora),
cuando te acercas y te alejas
(así, ahora, ¿ves?), sobre todo, el roce
de tu flequillo en mi cadera.
Es curioso y casi tierno
que esto sea (¿ves?, esto, ahora)
lo más cercano a una caricia
que he tenido en mucho tiempo.
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