A este libro le faltan solapas, armas para huir de los poemas. Un útil cómodo para cerrarlo y que repose entre las rodillas, para elevar la cabeza al techo y, con los ojos cerrados, beber una vez más el eco de los versos mezclados con la quinta de Malher, que suena en el ordenador, allá, a dos metros de mis manos.
Porque, entre verso y verso –dentellada y dentellada- he viajado sin saber muy bien por qué a Istanbul. ¿Recuerdas, María, el misterio brillante que se alojó en nuestro estómago al chocar de bruces con la Cisterna? Ese palacio sumergido pudo ser todo nuestro viaje. Las columnas de mármol, su majestad, una tras otra; el silencio de esa ciudad llena de hormigas. Hasta los otros turistas que, como nosotros, bajaban cámara en ristre, se diluyeron. Y allí –como en esa otra tarde, cuando me despertó la llamada del muecín y la ciudad estaba bañada por un sol de oro- la eternidad de la urbe me traspasó. Te traspasó.
Sí, a este libro de faltan solapas. Es mejor cerrarlo, darse unos minutos, tras leer reconozco a veces mi vida en algunos sitios. Mirar al frente, dar con la estantería donde esperan impacientes otros libros: Los heraldos negros de Vallejo, un Museo de cera, otro, la biografía de ‘la Yourcenal’ que me regaló Mengual, un par de poemarios del viejo bardo y algo de Juan Ramón, que nunca me gustó del todo.
Versos que ayudan a encontrar a ese que te devuelve la mirada en el espejo. Más: versos que te ayudan a hablar directamente con el yo que aspiras a ser. Un hombre contemplando la belleza.
Otro poema:
Deseo la vida de poeta.
Sentarme en un café tunecino a leer
hasta que el sol se acueste.
Deseo el doce far niente tibuliano,
oír la lluvia caer desde un viejo piso de París,
desde una Piazza en Roma.
Y yo, entonces, leo, fumo, leo.
Leo.
Deseo salir a caminar por Venezia o San Petesburgo,
Observador de cada detalle,
escribiente luego en mi cama.
Deseo el atardecer lento,
pausado y mío, de Buda con Pest a un costado.
El caminar de mujeres en calles y trenes,
El vino dulce de años dorados.
Deseo la vida de un poeta,
pero ando muy lejos de alcanzarla
desde este sillón tan negro y estéril,
con estos versos que no me tapan ni los pies.
Solapas para cerrarlo, elevar las rodillas con el libro encima. Inspirar el humo del narguile y lanzarlo contra la atrevida portada. Y vuelta a empezar. Una vez, y otra. Otra más. Poemas que salvan de esta noche de tediosa soledad, de esta tarde fría e incómoda, con cielos de nubes blancas, hermosas, pero sin el oro de Turquía.
Solapas también, para evitar la erección en la parte más caliente. Para silenciar al deseo que se cuela entre taxis, noches, ciudades, saliva, camas deshechas y manos en la entrepierna. Sálvame/esta noche de tediosa soledad,/o dame al menos unos minutos de refugio/enroscados en tu piel.
Sí, le faltan las solapas. Así que habrá que leerlo una y otra vez del tirón. Gracias por esto, Noelia.
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