Hay una enorme sala en el puerto de esta ciudad de mar y de montaña mágica. Está cerrada. Llega un alma. Su voz es de sosiego, tiene el tono de un hombre recordando el abrazo de su abuela cuando la abuela está muerta: huele a natillas tibias en la encimera, a un perfume antiguo, a lugar del que no te quieres ir aunque ya te has ido. La sala es suya: una herencia vieja ha puesto la llave en sus manos, a centímetros escasos de la punta de sus dedos.
La habitación es diáfana, en el centro siete puertas que no van a ningún lado, pero que son un viaje: invitan al error de cálculo, son lugar aséptico, improvisaciones escritas al pie, un cuaderno de sombras, la posibilidad de la migración (-él no solo sabe, pero no hay otro lugar en su ahora-), rutinas rutinarias… Las puertas suman siete y son como heredar la nada.
El hombre piel natillas accede al espacio; sabemos, por su aspecto, que se trata de un poeta: ese sombrero, su ala corta, la textura amable de algo parecido a la pana…; los ojos no reciben luz: la emiten, son faros, proyectores que apuntan a rincones, que fertilizan espacios para que nazcan uno, dos, tres poemas,… un libro, tal vez. Dos manos delicadas. Un andar sereno, cauto.
El hombre poeta, el hombre piel natillas lleva el libro: lo abren siete puertas y el pórtico graba la ley: Que sea ley, dice, que lo diga le ley, / id a casa, emborrachaos, / besad una boca. De par en par, torrentes de versos que habla de la luz y de su ausencia, de un tacto que toca las ciudades
En el suelo, ante el calendario judío de las puertas, sentado escribe “de manera intuitiva, ignorando la altura, esquivando la verticalidad”, abrazando la raíz de un árbol, sin conciencia del tiempo porque el tiempo es eterno. Mira al fondo y no ve fondo, y llora como lloran los hombres tramposos, debajo de la ducha, con las gotas enfrentando las cuencas de sus débiles ojos. Pero no hay ducha en esa sala, en el espacio diáfano, en los ecos de una herencia que es la nada: el poeta confunde la ducha con la lluvia.
De pronto una pregunta: ¿Y si todo fuese fábula? ¿Y si no hubiera abuela piel natillas ni herencia ni nada? ¿Y si las puertas, las siete, carecieran de marco y, desmoldadas, cayeran continuamente al suelo una, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra y otra vez? ¿Si las “lágrimas, los versos, la lluvia, las manos”, la piel que dibuja con las manos, con esas manos que escriben poemas y que sostienen un libro, no son más que un sueño de un hombre dormitando en el muro de una sala diáfana, bañado por el sol ante el que cada día se inclina?
Pero no: está dentro de la sala, las puertas siguen regias en el centro y el hombre ha vencido las ocupaciones que le alejan de los textos y ha escrito un libro, este libro que es su herencia. Lo ha escrito para saber quién es, para atesorar el cielo y las ciudades, para observar el corazón, su latido lento, el sol roto y los luminosos de los comercios que, temprano, levantan la persiana. Entonces lo sabe: él es el fuego, “un bosque gigante de eucaliptos” artificiales convertidos en un cuadro.
Acaba el día. Los ecos de la tarde se cuelan en la sala de la ciudad de mar y de montaña. El poeta asume que el espacio no es su casa: su centro está en otro lugar, palpita. Sale. Cierra las puertas y “desilumina” la estancia: emprende el camino de la verdad y busca ser mortal feliz y difuminarse con la prisa de una sombra, ser corazón del mundo y atrapar el fuego con las manos.
El papel se acaba. Cierra el libro y sus puertas. El poeta hombre piel natillas camina bajo la luz de los astros. La sala sigue cerrada, ya no se abre más hasta que llega a otras manos, manos de lectores que escalan la montaña para robarse la magia. La bandera que corona el pico tiene forma de libro. La patria es heredar la nada. La fundó Pedro Serrano y tú, lector, y yo y aquel que llega tarde y presuroso somos ciudadanos de este libro, o quizá riqueza de este legado.
Adiós, poeta. Adiós, hombre bueno. Adiós, piel natillas. Chao, sombrero de pana, ala corta, casco blando que protege la cabeza de los versos. Y gracias por el libro y la sala y las puertas.
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Texto de presentación del libro Heredar la nada, de Pedro Serrano, en la Montaña Mágica el pasado 6 de abril.
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