Tiemblan las manos cuando sobre la mesa dejan descansar La impedimenta (Huerga&Fierro, 2017), de Alberto Chessa. Toca mirar atrás: tres libros –La osamenta, En la radiografía apareció LA PIEL y este último- bastan para que uno tenga la percepción de que conoce a este murciano renacentista de voz de trueno modulado.
El libro, dividido en tres partes trufadas de poemas breves que son casi preguntas, se vertebra -el propio poeta así lo ha explicado- en torno a una única y principal composición: un poema largo, un «poema río» que, titulado ‘Errancia’, Chessa va volcando de manera intermitente a lo largo de la publicación, convirtiéndolo así en el pórtico de cada una de las partes del libro.
Ya ahí, en los primeros versos de ‘Errancia’, aparece la voluntad de la obra, a riesgo de divergir con el autor: La impedimenta es un libro de preguntas. «Que dibujase una completa anatomía (humana, y, a la postre, angélica) / que dejara a la vista, de golpe y sin aviso, solamente los signos de interrogación», escribe casi al principio.
Y es que el poemario, anecdótico y solemne, grave y vaporoso, divertido a ratos y a ratos atribulado, va deslizando preguntas que impactan en la frente del lector y se le caen entre las manos -desnudas; las manos, dice Chessa, deben estar desnudas– para que pueda jugar con ellas, estirarlas o lanzarlas contra el suelo.
Pero no solo hay preguntas: Alberto sentencia con la carta de naturaleza que le otorga su propia biografía. Así, el poeta dice:
El tiempo de la vejez es el pasado: envejecemos sólo
Cuando miramos atrás.
o
El reloj de este mar no da las horas:
las esconde
«Cuánto ruido vivir», concluye Chessa en uno de los poemas del último tercio del libro. Y el lector lo comprende: observa en la lectura que el escritor ha vivido. Su padre y los juegos de verano, el miedo de su abuela a encontrarse al Dios -¿acaso existe?- de la muerte, viajes, escenas laborales… Es, La impedimenta, un diario de estampas granadas interrogantes sin solución. O tal vez sí.
Escribe Alberto en la dedicatoria de mi ejemplar: «Ojalá algún verso justifique su lectura». Diré que estos podrían justificar todo lo demás si es que acaso nada más mereciera la pena:
MIEDO Y DIOS
La manera que tenía mi abuela de dirigirse a Dios… Ojos al
infinito, mentón en ángulo de sombra, manos en cruz sobre
el regazo, a la vez que aventaba el aire con la mecedora.
Cuánto pesaba su cuerpo cada día más enjuto, su sonrisa feraz
en tiempos, y hoy (aquel hoy) silueta de la noche, el cubilete
del parchís que ya sólo agitaba como se agita un incensario.
(Cuánto pesó su cuerpo inerte cuando hubo que embolsar
con diligencia el cascajo de Díaz Alcaraz, Concepción).
La manera que tenía mi abuela de caminar con miedo… Cada
paso un derrumbe, una amenaza cada vertical, el pánico a
morirse sonando en cada pie, como sonaban las monedas en
el bolsillo holgado de su bata. El vértigo a quedarse sola, no
aquí, en el otro lado, donde su Dios pudiera desamarla, no
salir a su encuentro, dejar que se perdiera, que acabase lle-
gando al borde del silencio; ella, que había sido tan gran con-
versadora.
La manera que tenía mi abuela de conversar con Dios y con el
miedo… Y sobre todo esa manera de reblagar las sílabas para
adversar todo lo que en su vida era no luz, rescoldo,
acabamiento, el peor final de todos los finales, que es el que
no termina de venir y acaso empiece nada,
cuando de pronto, sin venir mucho a cuento, tomaba aire, impulso,
fuerza, y expelía: …¡Pero Señor
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