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Infancia: padre/madre – futuro

Sus muertes, sus enfermedades, su violencia o su amable y positiva forma de ser nos traspasan. Estamos condicionados por nuestros padres. Somos a su pesar. O gracias a ellos. A lo que ellos fueron con nosotros en la infancia. A través de su sombra aprendimos a temer, a gozar, a relacionarnos con el dinero, a amar nuestro pueblo, a odiar el duelo. Todo. Por eso, la literatura, casi siempre, se edifica desde las cenizas de nuestros padres.

Ocurre con Vozdevieja (Blackie Books, 2018). En esta novela, Elisa Victoria dibuja una infancia realista, donde el calor del verano se pega a la axilas del lector, donde la mesa de camilla de la abuela es tangible a través de ese olor a polvo que siempre se arremolinaba en las sayas.

Marina tiene 9 años. Marina es pequeña y no entiende, pero entiende. Ha roto con ese pasado en el que se limitaba a existir para aprender, poco a poco pensar. Y descubrir que algo pasa con su madre; que su abuela ha sido, antes que abuela, mujer; que el noviete de su madre la quiere y la cuida, a su manera, a su extraña y deliciosa manera.

Marina tiene 9 años y prisa por crecer. Y, a la vez, no quiere dejar de abandonar la infancia porque sabe, intuye, tal vez, que lo que está por venir no va a ser mejor. Que quizás el sexo no será tal y como imagina que ocurre entre sus muñecas, que tal vez los hombres y las mujeres reales serán piezas de un juego más cruel del que es capaz de imaginar. Que su madre, que dónde estará esa madre sin energías y con la fuerza de torrente con su niña.

La novela de Elisa Victoria, que consigue generar un maravilloso efecto con la voz de vieja de su protagonista. La osadía de la autora sevillana es esa: la de conectar una narradora ordenada en su vozdeniña para asumir el caos y toda la realidad impetuosa de los nueve años y crear, a través de ella, una historia que se parece demasiado a la de todos. Pese a ser tan distinta.

Porque en esta historia están también mis miedos, mis soledades y las manos antiguas de mi abuela cocinando una tortilla, una perfecta tortilla francesa impregnada en aceite. Porque en este relato están también todas y cada una de mis incertidumbres, bajo la sombra acechante y oscura de unos cuadros de mi tío muerto que, como el vestido de gitana de la madre de Marina, se escondían sobre el armario de mis padres. Para hablarme de la herida.

También la casa

En un pueblo andaluz de muros blancos está mi casa del pueblo. No es mi pueblo, sino el de mi padre, el de mis abuelos. Siquiera es su casa: es la de otra rama de la familia, en la que también me he criado. Ahora, cuando el tiempo borra la memoria de los más mayores, yo me pregunto qué ocurrirá con esa casa: veo cómo las fuerzas ceden poco a poco ante la maleza, cómo lo salvaje va generando una cicatriz que grita olvido, distancia. La dura premonición del silencio permanente se intuye.

La casa (Astiberri, 2015), de Paco Roca, es un cómic que narra algo parecido. Tres hermanos se reúnen en la vieja casa familiar que sus padres, que su padre, sobre todo, se empeñaron en construir para albergar el amor que nunca llegó a ser. Ya se sabe: los años afilan los perfiles, los hermanos buscan más allá del pueblo y vuelven, distintos y, casi siempre, demasiado tarde.

Apenas cuarenta minutos de lectura y sugerentes dibujos cuentan, de nuevo, una historia de infancia, padres y madres que trazan sin saberlo el futuro. Ahora, cuando las arrugas empiezan a arremolinarse en torno a las muñecas, miras un libro como este y te arrepientes de algo, aunque no sepas cómo decirlo, aunque no sepas si quieres decírselo a todos ellos, pese a existir la oportunidad. Aún.

Y ves cómo tu casa, la casa del pueblo de muros blancos que ya amarillean, será como la de los personajes de Paco Roca: se hará anciana y pobre, se anegará de recuerdos ya inventados, mejores de lo que fue al realidad, que se irá deformando, también, con el futuro.


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