Debían ser las cuatro de la mañana. Veníamos de un concierto y, excitados por lo vivido, los ocho o diez que andábamos por casa le robábamos horas a la madrugada hablando, sobre todo, de música. Por suerte, una guitarra y alguien que sabía tocarla comenzaron a llevarnos de aquí para allá: Bowie, Lou Reed, Cohen, Loquillo, Bunbury y muchos otros pasaron por una habitación que se había convertido en locus amoenus.
Pero basta pensar «podría morir hoy, aquí» para que todo se estropee. Apareció el nombre de Sabina y, tras él, un torrente de críticas al cantante. Ninguno se dio cuenta de mi cara de circunstancia hasta mucho después. Alguna torpe disculpa trató de aligerar el momento y pronto unas aguas que se habían movido a otras geografías musicales lo disiparon todo. Recordé este momento hace un par de días, cuando Joaquín Sabina cumplió años: no podemos coincidir al 100% ni con nuestros mejores amigos. Y hasta eso tiene su gracia. Al cabo, es más lo que nos une que lo que nos separa, aunque no les guste Sabina.
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