Llegó, cantó y venció. Con misma facilidad con la que Julio César acabó con el rey de Ponto, Joaquín Sabina conquistó al público, ya de por sí entregado, el pasado sábado en Granada. El palacio de los deportes de la ciudad de la Alhambra se abrió para acoger 500 noches para una crisis, una gira en la que el cantautor está reviviendo el que fuera su disco más popular, 19 días y 500 noches, publicado en 1999.
Con las canciones como únicas protagonistas, sin abalorios y casi sin los ripios canallas con los que el de Úbeda suele adornar sus últimas giras; así se presentó el cantante sobre el escenario: vestido con bombín y traje verde (porque quizá la música sigue albergando la esperanza de vencer a la crisis y a los ministros de cultura), Joaquín Sabina derramó sus canciones amortajado en una especie de sobriedad festiva. 500 noches para una crisis es un ritual purificador en el que cantante, músicos y público reviven, canción a canción, el trabajo que más fama dio al artista.
Un espectáculo que supera, con nota, lo que cualquier fan pudiera esperar del sexagenario cantautor. Casi tres horas sobre el escenario sirvieron a Sabina para derrochar voz, sí, voz, y savoir faire junto a unos músicos absolutamente compenetrados y con el papel bien aprendido. Joaquín fue desarrollando frente al público un guion redondo en el que no se guardaba lo mejor para el final: míticos temas como ’19 días y 500 noches’ sonaron casi al principio y no se hicieron de rogar en los bises. El público gozó, vitoreó y lloró desde el minuto cero, porque el set list fue una caja de sorpresas, un cóctel de emociones.

De la dicha al amor, de la sorna a corazón abierto en canal sobre las tablas, Joaquín Sabina moldeó su propia historia a través de las canciones del concierto. Especialmente brillante estuvo su ‘A mis cuarenta y diez’, reconvertida en “a mis sesenta y seis” y quizá el momento de la noche en el que el cantante miró más de frente al público. Sin poder evitar la sonrisa nostálgica, Sabina repitió los maravillosos versos de la canción como un mantra: “Solo les dejo derechos de amor, aquí se quedan mis canciones, con ustedes”, parecía decir durante los minutos que duró el rito sagrado; y dejó claro que la sobriedad del concierto, que el absoluto protagonismo de los temas sobre el escenario, respondían a una especie de orgullo por lo realizado: el artista ya no ruega ayuda a Dios en el momento de la muerte, se siente satisfecho, le da igual sentarse en el juicio al lado del demonio, su obra es suficiente para ganar el cielo. “El día del juicio, que Lucifer sea mi abogado de oficio”, gritó valiente, retando quizá a los miedos que le acechan bajo la nube negra.
Brilló también, por el carácter de novedad, ‘Ese no soy yo’, único estreno de la noche y adelanto, parece ser, de lo que será el nuevo trabajo del cantante. Con ese tema, que sigue la línea de los sonidos más rock de Vinagre y rosas, su último disco en solitario, Joaquín Sabina homenajea a Bob Dylan: melodía y letra son una versión “muy libre” de ‘It Ain’t Me, Baby‘.
500 noches para una crisis es una prueba de fuego para valorar el resultado de su trayectoria. Prueba innecesaria para el ejército de seguidores con bombín pero que demuestra, una vez más, que el artista y el hombre, que el cantante y el poeta, que Joaquín Sabina, sigue endulzando los oídos de legiones con su garganta rota.
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