Un poemario breve en el que dos ecos se empeñan en descifrar la luz de la ciudad. Dos voces que son una, águila bicéfala que grazna versos con forma de estructura, semáforos en verde que tal vez si se apaguen, el contorno de una vida de metal y hormigón.
Tan corto como una espiración agitada es La ciudad (Liliputienses, 2019), el primer poemario de Laura Villar Gómez; apenas treinta páginas en las que la escritora desentraña un tiempo, un espacio y una imagen. El tiempo es este: en el que vive, en el que escribe. El espacio es la urbe: fea y fría, un lugar en el que estar solo pese a estar rodeado de otras almas. La imagen es la luz: luz de mixto, luz verde de ‘ya pueden cruzar’, luz como a espasmos en un escaparate.
Luz. Ciudad. Ahora.
Habíamos olvidado sin embargo
que la realidad en las ciudades
era algo inestable.
Cambiaba con el sol, con el ruido,
con los motores.
Cada día era abrirse a un mundo nuevo.
La joven se sitúa en el centro de un territorio cambiante, artificial, espacio en el que añorar lo orgánico. Desprecia y ama a la ciudad, ese espacio inquietante que de algún modo nos define -aunque no queramos-, que nos absorbe tiránica para abandonarnos como haría un mal amigo cuando se cansa de utilizarnos.
Y a todo ello responden los versos de La ciudad. Son los poemas un canto al reencuentro con ella misma, un impulso para vencer la cadencia insobornable a la que someten los edificios, el transporte público, la frialdad de gentes que se cruzan sin mirar los otros rostros, sin reconocerse en ellos como parte de un todo común, de una misma resistencia.
Cada poema de este libro editado por Liliputienses es un juego entre dos voces. La primera es el enfado, la postal urgente, un testimonio del dolor ante la decadencia, la mirada incandescente de ese escenario de hierro que construye a los hombres, pero que los aliena. La segunda parte de la reflexión calmada. Por eso esta mitad última de los poemas suena más lírica, redondea las ideas primeras que incendian la inspiración de la escritora.
Así lo hace:
(desesperación como principio de escalera infinita / luz como comienzo de oscuridad venidera / sombra como vientre / como ola que iguala / como certificado de costumbre en la ciudad)
A la sombra
se llega también
por la luz.
Soplar una vela
u ocultar la luna
entre las manos.
La desesperación
de la sombra,
que acecha a la luz
por los márgenes,
cubre la ciudad
y la envuelve
en una oscuridad
perpetua.
La luz como principio del final
Laura Villar Gómez consigue que el lector note el calor de la luz en los poemas. El acontecimiento lumínico está presente en cada página. Es la herramienta para acabar con todo lo que la ciudad corrompe, con la ciudad misma si es preciso. Pero también es motivo de calma, imagen de sosiego, principio incluso del vapor sexual.
Es interesante cómo emana la luz en cada poema, el modo en el que cada vez tiene una connotación, la forma en que consigue que casi se vea salir la iluminación de las palabras. Por ejemplo, cuando dice: «Atardecer. Principio / de noche envuelta / en llamas» o «Apagar la luz es alargar / tu sombra».
(qué excitante / el sonido de las cerrillas / al encenderse como estrellas fugaces)
Pienso
en cómo solo una cerilla
podría hacer arder
la ciudad entera,
en la cerilla consumiendo
las sombras poco a poco,
creando restos de ciudad
por las aceras.
Pienso en las cerillas
como un atisbo de esperanza,
la misma que se tiene
al observar esas flores
que crecen
entre la basura.
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