Roma, luz perpetua

"Roma, concédeme tu luz perpetua", escribe Antonio Portela en 'Ciudadano romano'. Si nos hicieran una autopsia, muchos llevaríamos Roma en el ADN.

«Roma, concédeme tu luz perpetua. La discreta dulzura de quienes alumbraron los balcones de tus palacios. Roma, aléjame de la penumbra que se detuvo ante tu rincón de mármol. Dame una extensión abierta y soleada como una plaza tuya, y en cuyo centro brille sereno el diamante de una fuente. No quiero aplazar mi claridad ahora que te he visto. Concédeme la elegancia blanca con la que encandilar algún valle de pardos. Dame, Roma, el jazmín expuesto de tu roca que germine por fin en los arriates de mi camino. Ciudad de los encendidos, no me dejes caer en la sombra mediocre de los que negaron tu proyecto dorado».

Son palabras que el poeta Antonio Portela escribió el 28 de junio de 2005. Están recogidas en Ciudadano romano, un libro hermoso en el que Portela anota las excepciones cotidianas de su vida durante nueve meses en Roma, que son infinitas, eternas, discretas y desmedidas. Nueve meses en los que el onubense pudo convertirse en flâneur y pasear la ciudad como un anciano cansado que solo quiere sentir el arrullo de la belleza: sin límites ni tiempo.

Un espejismo concedido por la Academia de España en Roma, que becó al por entonces joven poeta con un único requisito: no debía quedarse más de dos días en su estudio. Tenía que salir: oler Roma, probar Roma, llorar Roma, amar Roma.

Ciudadano romano es el testimonio de ese idilio. Editado en 2006 por la desaparecida El Gaviero, se trata de un diario en el que Portela apunta impresiones encendidas, estampas de compañeros que comparten el tiempo de la beca, retratos impresionistas de rincones de la ciudad y, sobre todo, donde el poeta se empeña, casi sin pretenderlo, en capturar la inmensidad de ese espacio de luz perpetua que es el centro del mundo para tantos y tantos que ha comprendido el pulso de constante belleza y vida de esta ciudad.

Porque todos los que hemos caído en las garras de la capital italiana —y del mundo— hemos sentido algo similar a lo que el escritor confiesa, emocionado, un 12 de febrero de 2005:

«Mientras hablábamos y caminábamos, se detuvo ante la fachada de una casa y dijo: Esto es Roma. Había descubierto dos columnas adosadas al muro de una fachada, dos vestigios antiguos de los que no han prescindido en todos los siglos que vinieron después de colocarlas por primera vez. (…) Se detuvo durante unos minutos, agradeciendo aquella superposición, aquella aparición antigua que le llegaba por azar mientras hablaba de lo incierto del futuro».

Esto es Roma: la sorpresa constante en unos ojos que se pierden ante decenas de estímulos en cada calle, que no pueden evitar volverse más amables ante esa belleza del Tiempo y de la Historia. Iglesias, jardines, fuentes, heladerías, trattorías, ese olor a albahaca fresca, el chianti derramado sobre un mantel —es tarde ya, y hemos bebido demasiado—… Todo forma parte de esta capital del mundo.

Pero la ciudad es algo más: de pronto se cuela en la sangre, se introduce en un espacio incierto que existe debajo de la piel y que es lo único que realmente importa. Si nos hicieran una autopsia, muchos llevaríamos Roma en el ADN.

La gran belleza

Sin poder saberlo —la película se estrenó en 2013—, Antonio Portela esbozó el guion de La gran belleza, ese canto de amor a Roma que hasta ahora está considerada la gran obra del cineasta Paolo Sorrentino. Como en la cinta, en las páginas de Ciudadano romano no solo viven los rincones de piedra de la villa: Portela dibuja las pizzerías, los turistas, los maduros elegantes, el habla y la dignidad de las ancianas de Roma. Eso es lo interesante de este diario que se lee en media tarde: no es un catálogo de escenarios impresionantes carentes de latido, la ciudad vive en cada una de las palabras que el poeta elige para elaborar este cuaderno.

Porque Roma no es solo el Foro o el Coliseo; no está únicamente en Las termas de Caracalla o en la Borghese, la verdadera Roma se encuentra en un paseo bajo la lluvia, en esa camarera que limpia con brío el mantel de cuadros rojos y blancos, en sentarse a escuchar cómo el agua de alguna de sus fuentes lucha por escaparse de su cauce, en escuchar una misa con ecos de un griego antiguo que huele a incienso.

Como Portela, el lector que ha conocido la ciudad renueva un compromiso que seguro que no ha olvidado: «El único proyecto que deseo con certeza para mi futuro: que me concedan la ciudadanía romana. El único privilegio deseable».

Allí está: esa Roma de luz perpetua. Hazte en mí. Hazme en ti.

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