Ayer vi a un poeta acariciar su obra. Lo hizo despacio. Casi hablándose a sí mismo.
Ayer vi al poeta rozar su vida con la punta de sus dedos. Una vez. Y otra. Y otra.
Ayer, con la luz cayendo sobre la grandeza de Roma, sentí la tristeza de Ovidio y la feliz tristeza de Antonio Martínez Mengual.
Y de esa pared, negra como los heraldos, mejor no hablar, que no es día para andar limpiándose las lágrimas del rostro.
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