Cave se lamenta en la televisión. Debe hacerlo. Al menos, así lo imagino -mi inglés, si puedo llamarlo así, es tan penoso que no puedo identificar el tema de una canción sin acudir a estas teclas-. El vídeo, en blanco y negro. Nick frente a un piano. Vestido de negro. Luctuosa melodía con sabor a sacramento.
Con él me ocurre como con otros. Cohen, claro; ese Búfalo Blanco que debe andar gritando en lo más profundo del bosque; los silencios, brazos en cruz, de la Chamana… nuestro mezcal ardiente y asturiano…
Pero es un dolor que atrae, que invita al regocijo, que engancha. Dolor en vena. De póngame una dosis más alta, por favor. Y siempre vuelta a ese rincón oscuro, a ese sillón húmedo de muerte, de lamentos, a ese cuaderno de ausencias.
Cuaderno.
Fracasos.
Cuaderno.
Ausencias.
Giro la cabeza. ¿Y la palabra?¿Está ese dolor también en los libros? Y, de repente, el resplandor. Y unos pasos resonando en el corredor. Roger Wolfe. Siempre Roger Wolfe:

DONDE EMPIEZA Y TERMINA LA BELLEZA
Son las diez de la mañana
de un día soleado y frío de febrero.
La camarera que me trae
el café con leche en la cafetería
es una niña de unos dieciocho,
rubia, con un buen esqueleto
(que es donde empieza y termina
la belleza), pero de momento sólo mona.
Dentro de unos seis o siete años,
si no se echa a perder,
va a ser despampanante.
Yo ahora mismo
le debo de parecer casi su padre.
(Sólo tengo treinta cinco,
pero a su edad la gente de la mía
me parecía de lo más remota.)
El café con leche,
el largo y fino cigarrillo
de papel marrón que estoy fumándome,
me están sabiendo a gloria.
Una mujer
de voz lánguida y poética
canta desde algún oculto
altavoz una balada.
El infierno está en el mundo,
no cabe duda de eso;
pero también sin duda el paraíso.
Pacto de sangre
Prométeme -no; es mejor
que me lo jures, y con sangre
sellemos este pacto-
que cuando cumpla los sesenta inviernos
me matarás con dulce filtro mientras duermo
y sostendrás entre tus brazos mi cabeza
bañándola con lágrimas, hasta que rasgue
el alba el telón del firmamento
y el desierto apague las últimas estrellas
y despeje el vaho del cristal del cielo.
Morir en este oasis tuyo y mío quiero
a manos tuyas, tirana de todas mis ternuras,
despojado ya de todo peso, enajenado
en el sueño eterno de mi vasallaje*.