Ya desde la cubierta: esa mancha de ruedas que frenan en alguna carretera, la historia que puede o no haber detrás de ese camino breve y negro sobre el asfalto. Quien conduce lo ha sentido alguna vez: el miedo a perder brevemente el control y que, de pronto, todo sea horror, oscuridad, nada.
Ya desde los primeros poemas: los versos de las composiciones que abren el libro, Flores en la cuneta (Hiperión, 2009), ponen al lector frente al testimonio de personas que quedan atrapadas en la tela de araña invisible de la carretera, de ese otro ser que «cuando abre la boca sólo se ve silencio».
Esto último lo dice Alejandro Céspedes de un hombre malherido después del accidente. Es una de las voces, de las vidas muy reales que el autor crea en este libro, inspirado por los más de 30 años como conductor y el millón de kilómetros que ha recorrido en este tiempo: «Hay tres cosas de la carretera que cada vez que las encuentro en mi camino siguen produciéndome una inmensa desolación«, explica el escritor gijonés en una nota inicial del libro, XXV Premio Jaén de Poesía: «cadáveres de animales, zapatos desperdigados y ramos de flores«.
Diseñado contra el estrés
Aunque rodean a ambos con un papel de regalo y luces de colores y sirenas parece que señalan un festejo, y alrededor hay una muchedumbre, gente que se detiene, mira, continúa, y pronto traerán flores de plástico para adornar el evento, nadie los invitó. Ellos mismos hicieron la convocatoria.
La fiesta terminaba. Y mientras se marchaban vieron cómo iban apagándose las luces de todos los rincones por dentro de sus cuerpos. Como si fuesen anfitriones sordomudos se fueron despidiendo de todos los presentes hasta que un médico forense les cerró los ojos.
Después cerraron la puerta de sus ataúdes.
Se terminó la fiesta.
¡Qué descanso!
No puedes dormir y lees: te despiertas
Es tarde. Estás solo esta noche y te cuesta dormir los días que ella está de guardia. Apuras las horas en el sofá hasta que la espalda pide cama: entonces te vas al cuarto, aunque sabes que no te va a vencer el sueño.
De primeras, lo intentas: apagas la luz, dejas el móvil… Te esfuerzas. Pero no funciona: entonces subes al despacho y coges un libro. No te va a interesar demasiado, comprendes en los primeros poemas, pero es breve y lo terminas. Comienza el sueño. Quizá si lees un poco más…
Escaleras arriba, de nuevo al despacho: Alejandro Céspedes. Flores en la cuneta. Él te cayó bien: dijo cosas muy ciertas sobre los premios de poesía en la entrega del Juan Rejano a José Daniel Espejo. Te abrazó, te prestó unos minutos de charla, a ti, que poco hacías entre los editores de Pre-textos, entre poetas premiados y otros tipos más importantes. Quisiste leerle.
Compraste Flores en la cuneta en una librería de viejo en Madrid. Ahora estás ahí, con el libro entre las manos, en calzoncillos, solo con un poco de sueño, aunque ya es tarde. De vuelta en la cama, abres el libro: «Unos pocos poemas y a la cama».
Pero lees. Y lees. Y lees. Primero tumbado del todo, para caer rendido. Luego, incorporado. Después, directamente de pie. Con algo de miedo al verte reconocido en esos poemas, en ese miedo a morir entre los hierros del coche, en la cuneta.
Terminas el libro. El corazón se te ha hecho un pájaro salvaje.
De nuevo en el despacho, enciendes el ordenador y le escribes al poeta: «Alejandro», quieres decirle, «gracias por este temblor». «Te odio», quieres decirle, «por recordar que soy la débil rama que soy».
«Soy de ese tipo de personas», terminas diciéndole en un mensaje precipitado, escrito a impulsos: «Me fuerzo a imaginar, de manera involuntaria, cómo la vida abandona el cuerpo tras un choque, cómo sería experimentar el golpe, cómo ha de ser saber que ya eres historia en el momento en el que ves esos faros apuntando en tu dirección. Y asumes el golpe fatal«.
Le hablo del dolor de los otros: mis padres, si es que aún viven en esa pesadilla, tan débiles, queriendo meterse en la urna conmigo; la interrupción de todo por unos días, por unos meses, esa vida paralela que habrá de crearse si es que ocurre… Ella estaría muerta como yo estaría muerto si fuera ella el cadáver. Ese es el verdadero dolor: mi mujer. Sola. Yo, solo.
Y un ramo de flores de plástico en la cuneta.
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