¿Cómo volver la mirada ante una injusticia? ¿Cómo mantener la actitud de espectador pasivo ante un envenenamiento constante con olor a muerte? La compañía chilena ViajeInmóvil juega con esas dos preguntas a lo largo de su personal Otelo. La obra, basada en el texto original de William Shakespeare, fue presentada anoche en el teatro Villa de Molina, en el contexto del 45 festival de Teatro Molina de Segura.
Jaime Lorca y Teresita lacobelli encarnan a Yago y a Emilia y son, a la vez, la conciencia de Otelo y Desdémona, interpretados, o más bien sugeridos, por dos cabezas inanimadas (o eso parece) y una cantidad de vestidos y trajes que danzan como volando delante de las butacas durante toda la obra.
El planteamiento inicial casi asusta: una cama, que será la cuna de los celos de Otelo y el centro de operaciones de Yago, vengador sin escrúpulos, y tres picas en las que permanecen clavadas las cabezas de Desdémona, Otelo y Casio como antecediendo la condena que les espera al final de la tragedia. Elementos, en un primer juicio, demasiado arriesgados para un texto clásico.
Comienza la obra. Está oscuro y unos pasos en el silencio suenan ya casi a sentencia de muerte. Una luz, de televisión, y allí está Yago, o el veneno, tanto da. Pronto, el actor se desdobla y es un tónico que se cuela en el oído de Otelo. También Otelo mismo, mirando de frente al actor que lo interpreta. Lorca y lacobelli juegan con esa doble ‘personalidad’ y ponen voz a Desdémona y al moro, y son sus gestos y su cuerpo en ocasiones, desde una vocación servil de portavoz, de alma.
El texto del inglés se desarrolla con normalidad insólita: Yago engaña a su superior, Otelo, e infunde en él la duda sobre la fidelidad de su mujer. Yago, el reptil, envenena a su dueño, constriñe a su propia esposa, Emilia, y juega con la amistad entre Desdémona y Casio para lograr un mejor puesto en el ejército de Otelo.
Son las propias cabezas, las marionetas inanimadas, las que van tejiendo la obra. Maniquíes que, por momentos, parecen articular las palabras y estar allí, tangibles, a pocos metros del público. Lo actores son capaces de trascender lo vivo, de ser la mano de un Dios justo, moldear el barro e insuflar la vida sobre lo que nunca podría ser un hombre o una mujer. Lorca y Iacobelli tienen ese poder y lo aprovechan con sobresaliente gusto por la estética y la forma.

Los dos actores de carne y hueso (es preciso matizarlo, a estas alturas ya hay cuatro intérpretes sobre el escenario) se miran a sí mismos en las cuencas vacías de sus inertes compañeros, son capaces de transmutarse, de sentir el miedo y la zozobra, los celos y el veneno de la mentira, todo al instante. Es una danza. Como un vals delicado, casi perfecto.
Sobran, eso sí, los momentos de humor gratuito. Quizá el montaje busque romper así la exagerada tensión que conduce hacia el clímax, pero la mayoría están de más. Están de más porque espectador va cayendo en ese túnel de miseria y no debe salir para experimentar con todas sus fibras el mal, el odio, la pócima tóxica.
La obra ocurre a gran velocidad, los sentimientos se arremolinan: la dulzura y el caos son uno en los cantos de Desdémona, el dolor y la firmeza componen un nuevo sentimiento en las manos de Otelo, Yago es veneno a la diestra y estrategia a la siniestra, Emilia es la lógica y el amor desmedido, piadoso y sin preguntas… Por eso sobra la risa fácil, porque la compañía demuestra, al final de la obra, que todo está de más. Todo sobra. Los vestidos, el escenario… Solo son precisas dos cabezas, que son Otelo y Desdémona, que son Yago y Emilia, para cerrar la tragedia.
El Otelo de ViajeInmóvil es una reflexión sobre el poder que el hombre impone sobre la mujer, una representación de la vileza del género humano, una fábula sobre la maldad y la pasión más oscura que, a la manera de Shakespeare y con una crudeza sin cesuras, grita contra lo maligno.
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