Frente a la casa donde me crié había un enorme dispensario de miel. A menudo, mi madre llevaba tarros de cristal vacíos para que se los llenaran al peso. Debía resultar gracioso verme, de niño, pidiendo el néctar en cada visita como aquellos otros que no se resisten a arrancar el cuscurro de la barra al salir de la panadería, así que la dependienta, siempre, siempre, metía un gran cucharón y me lo daba directamente en la boca. El dulzor –puedo recordarlo– embriagaba mi paladar. Aun así, y tal vez fuera por el exceso de azúcar, un leve escozor se alquilaba en mi garganta durante unos minutos. Es algo que todavía me extraña.
La noche del pasado sábado, de madrugada, rebusqué en casa un tarro de miel. Metí el cucharón y volví a tragar los sabores de infancia buscando ese sutil escozor de despedida. Lo hice tras escuchar la canción que Leonard Cohen presentaba hace unos días, en su 82 cumpleaños. Pensaba que la música del bardo es como la miel, dulce y borracho bocado que deja siempre un escozor final que recuerda que no todo es hermoso, y que hasta incluso en la más bella de las vidas bellas hay dolor, hay depresión, hay senectud, hay muerte.
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