Juan-Eduardo Cirlot (9 de abril de 1916 – 11 de mayo de 1973) fue un poeta, crítico de arte, mitólogo, iconógrafo y músico español.
Un pequeño texto que escribió en su web Luis Antonio de Villena sirve para perfilar al autor: «Fue un ser hipersensible e hiperculto (…) Lo admiraba como crítico de arte –lo fue espléndido- y como autor de esa maravilla de erudición oculta o sagrada que es su Diccionario de símbolos, pero a su poesía –casi desconocida en la España de aquel momento- llegué más al tratarlo y me fascinó en muy amplia parte«.
«Tiene Cirlot», cuenta Eva Díaz Pérez, «una pasión por el mundo de lo abstracto -de ahí su relación con el grupo Dau al Set-, pero también por la tradición más remota. Bebe de un mundo de referencias antiguas que puede remontarse a Egipto, Cartago o la Edad Media y los ciclos artúricos. Así es su poesía, una selva que hunde sus raíces en mundos que no pertenecen a la tradición castellana«.
Cuatro poemas de Juan Eduardo Cirlot
A Gaudí
Relámpago de carne hecha de roca,
gesto de invocación incorporada;
anciano de cristal cuya mirada
parece un girasol de doble boca.
En tu oración la luz se ha vuelto loca
llena de mansedumbre exasperada;
y una tormenta azul, paralizada
se postra a ese alarido que convoca.
Tu arquitectura gime como un bosque
crucificado en furia que no mengua
bajo las destrucciones cenitales.
Yo pido a ese sarmiento que me enrosque
con brasas y zafiros esta lengua
de pecados y cantos capitales.
Triste, mi corazón, como los ángeles…
Triste, mi corazón, como los ángeles
que sólo son cenizas estelares,
polvo de las galaxias más oscuras,
consunciones de cánticos ausentes.
Mis manos me acompañan hasta el bosque
donde un instante estuvo tu fulgor
de pronto recobrado por los ávidos
poderes de la nada y de lo nunca.
Me caigo en torno mío y me deshago
en un montón de letras en que apenas
tu nombre de amatistas y de muérdago,
Bronwyn, no se desgasta con el tiempo.
Tono de conjuro
Cada grito que pide un lunar eco
es la sed que atormenta a un árbol seco.
Cada piedra que sola se levanta
es la estela de un dios que nadie canta.
Cada surco de cal, cada amargura
es el muro sin luz de mi locura.
Cada rosa de vidrio, cada llama
es la voz de un temblor que me reclama.
Cada playa sin mar, cada desnudo
es el campo de sol que nunca eludo.
Cada sangre que sé, cada manzana
es la senda, del mundo, más lejana.
Cada verso que escribo, cada canto
es tan sólo un conjuro; sólo tanto.
Donde tu aparecías de cristal…
Donde tu aparecías de cristal,
tu cuerpo de cristal tú aparecías
entre las hierbas blancas donde tú.
En la blancura inmensa de la torre,
del bosque de las rocas, de las nubes,
de los grises, los mares de los mares.
Los bosques de los bosques, el cristal
donde lo negro crece ante el altar,
donde crece el cristal ante el altar
Al que me entrego, Bronwyn, al no ser,
al no ser roca blanca ni mar gris,
ni las nubes, ni el cielo, ni la torre.
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