Limpio, lo más discretamente que puedo, un reguero de lágrimas en mi cara. Tienes que mirar no es una novela: es una ventana a un reportaje cruel sobre no-ser-madre, pese a serlo. Anna Starobinets, autora rusa especializada en ficción y narrativa sobrenatural, se despoja de todo para recrear, en apenas 180 páginas, el proceso de su propio aborto.
Su hijo, aquejado de una grave enfermedad que le impedirá vivir fuera del útero, está condenado a muerte. En una sociedad y un sistema sanitario como el ruso -que ella se encarga de describir con todo nivel de detalle, como en un peritaje descarnado-, ella, embarazada de un bebé enfermo, es vista casi como una culpable manchada con la culpa.
Desde ese diagnóstico que amenaza con acabar con su propia vida, su familia y la salud mental de su otra hija, Starobinets emprende un viaje -mental, físico y emocional- que tiene unos objetivos muy claros: finalizar su embarazo con toda la dignidad posible para ella y para el nonato, escapar de las crueles clínicas rusas, poder mirarse a la cara, en unos años, y no reprocharse nada.
A base de frases cortas propias del estilo periodístico, sin caer más de la cuenta en la conmiseración propia, sin hacer sangre del cruel relato que vivió en sus propias carnes, Anna Starobinets ha creado un texto personal y horripilante, con ecos al relato de la italiana Oriana Fallaci… una verdadera confesión para reescribirse a sí misma, la historia de la lucha por el que, pese a no haber nacido, también es parte de su vida, de su familia, de su historia.
Otro dolor
Otro dolor distinto es el que plantea María Marín en Lo que se hunde (Liliputienses, 2024). En su segundo poemario, la escritora ciezana le exige todavía más a su propio pulso para generar un conjunto de textos en los que el lector va descendiendo, junto a ella, a los más oscuros y profundos misterios de la propia existencia.
La soledad, la pérdida de la memoria, el miedo a perder lo único valioso que se tiene, la infancia como refugio… Todas esas obsesiones de la poeta toman cuerpo en las páginas de este pequeño libro, que acaba por confirmarla como una voz creadora interesante, por su mirada única.
Poemas sencillos, donde la solemnidad convive con una especie de ironía depurada, y donde, sobre todo, se pueden sentir los pulsos de la derrota y, a la vez, del amparo de quien nos quiere:
A mí me da miedo
el viento, pero quisiera
asomarme a la ventana
y dejar que se me llevara.
Que me desgajara del suelo y,
en lo alto,
me dejara caer a plomo
sobre el suelo.
Y no ser jamás nada,
salvo un charco de agua negra
sobre el que se reflejan
los fantasmas cuando llueve.
Aquel fogonazo
Me acerco a las manos de un fantasma. Hierve de fiebre. Miro a los ojos de pasado: son bellísimos, como de hielo. Los poemas de Félix Francisco Casanova saben a habitaciones de un antiguo pecio hundido. El poeta canario, que falleció en 1976 con tan solo veinte años, está considerado como una de esos extraños acontecimientos que se dan, de vez en cuando, en la literatura.
La escritura de este joven poeta es, dice en el prólogo a su obra completa Fernando Aramburu, «distinto; aún más, es único». Y destaca que que «Casanova no atiende a tendencias poéticas, no se resigna a las formas métricas regulares ni supedita la escritura de poemas a tentativas y probaturas»: «Félix Francisco escribía por impulsos o, por mejor decir, a borbotones, sin aplomo de meditador, quizá sin tomarse del todo en serio lo que hacía, como si una fuerza diabólica moviera sus manos».
Así puede verse en la reunión de sus escritos, publicada en 2017 por el sello Demipage: una novela, distintos libros de poemas, extractos de diarios… una muy buena parte de la producción del canario se expone aquí, junta, para que el lector contemporáneo descubra esta voz que, con su fuerza, rompería todos los muros de contención del talento:
Yo soy mi propio abuelo
viendo a mi infancia jugar,
y la noche es un polvo de amor negro
que estalla en mi boca
al besar el espejo,
esos labios tan profundamente olvidados
de los que nunca conocerá su sabor.
No responses yet