La nada y la bruma. Una silla huérfana de color y comodidad. Una copa. Agua. Al fondo, un piano. Es el escenario que ofrece Mio Cid, el milagro teatral con el que José Luis Gómez entrega a las tablas toda un vida dedicada a la interpretación. Producida por el Teatro La Abadía y dirigida por el propio actor, esta obra ofrece al espectador la posibilidad de navegar por aquellas palabras que fueron abuelas y bisabuelas de las que ahora componen este texto. A través del Cantar del mío Cid, Gómez recorre las flexiones más antiguas de nuestro castellano. Este fin de semana lo ha hecho en el 44 Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro.
A sus 81 años, Gómez se enfrenta, en solitario, al texto original del cantar. Sin matices ni adaptaciones, sin resúmenes ni más recursos escénicos que una ‘caja de música’ dirigida por Helena Fernández. El hombre frente a la palabra que le define. Y así, un juglar del medievo se encarna en el escenario (ideal, por cierto, la elección de la Antigua Universidad Renacentista de la localidad manchega, sede habitual del festival).
Durante la hora y poco que se alarga ese recital de ritmo, corporeidad y lenguaje que logra que el público entorne los ojos y viaje a aquellas plazas donde, con una voz de trueno como la de Gómez, antepasados creadores del oficio de cómicos contaron las proezas, miserias y orgullos de Díaz de Vivar.
Cómo logra José Luis Gómez que las complejas palabras del texto sean casi una anécdota (çinxiestes, dixo, odredes, çielo, tollida…) y que el relato entre en el cuerpo como un baño de lluvia clara. Más allá, solo el juego físico del actor, que permite ver lo que ocurre en la corte de Alfonso y en Valencia, abrazar a los fantasmas de Jimena, Elvira y Sol, sentir el frío filo de Tizón y Colada, el sudor frío de miedo de Rodrigo Díaz de Vivar ante cada ofensa.
El Mio Cid de Gómez es un ejercicio de juglaría en el siglo XXI, un verdadero prodigio del que, sobre todo, se disfruta de la pasión del octogenario actor: algo brilla en el fondo de sus ojos en esas palabras y versos que ya forman parte de sí. Esta obra es un profundo acto de amor a la profesión, a la historia de la literatura y un ejercicio de sinceridad escénica ante el público ante el que solo cabe dar las gracias.
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