Ya lo dijo Irazoki:
Me gustaría que sobre mi muerte se plantase el árbol de la discrección.
Pienso a menudo en cuál será mi epitafio. Invento frases brillantes, sentencias absolutas, alguna broma inteligente para un humor demasiado negro… Quiero dejarlo escrito en un documento que guarde alguien cercano y que, junto con otras órdenes, refleje cómo quiero despedirme cuando ya no sea nada y el mero hecho de pensar en la despedida sea una ilusión para un cuerpo que carece de ellas. Quiero que ese alguien atesore todo esto -también mi epitafio- y que, cuando ya me haya ido, me deje ganarle al caos una última batalla.
He imaginado oraciones grandilocuentes; acaso he estado decidido a escribir un único verso certero para adornar mi tumba que justificase todo lo demás, sin que con ello haya logrado ni acercarme a algo parecido a un fulgor oportuno. Quizá la juventud, el hecho de que, en mi secreto, imagino que aquello está todavía lejos, levanta un muro que bloquea la inteligencia. Qué estupidez. Tal vez, más bien, sea que uno no tenga derecho a trascender siquiera con una única y noble sentencia tallada en la lápida.
No quiero morir viejo y escombro como no quiero una lápida inútil.
No quiero no tener quien lleve mi ataúd y que un hijo, un sobrino o un joven amigo tenga que buscar con la mirada a otros jóvenes para que lleven a este extraño al crematorio; no quiero sumar ese otro fracaso.
No quiero ver -aunque no pueda verla- una mirada aterrada como la mirada aterrada de mi padre cuando tuvo que llevar al cementerio a uno de mis abuelos.
No quiero que alguien tenga que esbozar este susurro: «No te alejes, tal vez tengas que llevar la caja», y que un joven sienta pánico por enfrentarse a la posibilidad de cargar con el cuerpo y la caja de un anciano casi ajeno.
Marcharme con el único ruido del recuerdo de unos pocos. Que al menos alguien cargue con mi cuerpo. Que, al menos, alguien lea mi triste epitafio.
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