Prólogo de El desafortunado intento, de María Marín
Aceptar la vida es firmar un pacto con el fracaso; y haber fracasado implica que uno le ha perdido la pugna al intento. Cada biografía no es más que un cúmulo de desafortunados intentos salpicados, si se ha tenido suerte, por breves chispazos de felicidad: aquel atisbo de amor, la belleza de algunas telas, el aroma del sudor que mana del sexo, dos o tres conjuntos de canciones y esos libros preñados de palabras dictadas por el Dios de lo perfecto. E incluso todo este Arte –porque el amor y el sexo son también manifestaciones artísticas– no es más que el desafortunado intento de un creador enfrentado a la existencia, incapaz de plasmar aquello que solo podemos contemplar agradecidos.
Pero, felizmente, los músicos, poetas, pintores, amantes… siguen encadenando descalabros para que los demás, los mortales que buscamos escamotear la tristeza, obtengamos ilusión de paz ante el espejismo de lo creado. Su perseverancia es nuestro descanso; en su empeño truncado hallamos la paz y la posibilidad de afirmar que hemos vivido. Y ellos, fragmentados en su obra, al menos sienten que han rozado la Verdad con la punta de sus dedos.
Por todo eso, cuando existe la oportunidad de poner las manos sobre el primer título de un nuevo poeta, se apretujan en el pecho el deseo de encontrar esa Verdad siquiera unos segundos y el terror de comprobar que, de nuevo, no se trata más que de polvo condenado al ostracismo. En un momento de exceso de mediocridad y vértigo, cuando se desprecian los referentes y el asidero de la voz propia se ha convertido en un filtro demasiado vago, la aparición de nuevos escritores genuinos, conscientes de la tradición y con una apuesta clara y seria por el oficio de poeta, se ha convertido en pura urgencia.
Con El desafortunado intento, María Marín viene a abolir el miedo. Es joven e inédita –hasta ahora–, pero su poesía es fruta madurada hasta el punto de dulzor exacto. En primer lugar porque ni siquiera ha ensayado la pose de poeta: escribe como vive, su escritura es gesto orgánico. En ella, la literatura es tan real y tangible como su cuerpo y, gozándola de cerca, uno puede sentir cómo se le van cayendo versos mientras habla. En segundo lugar, porque posee la mirada, esa capacidad de ver más y mejor que los vulgares seres que cohabitamos con ella. Cada momento es metáfora, y su propia vida, el claroscuro de su biografía, material lírico.
El alma de María Marín es enteramente poética; ha sabido prestarle sus ojos a la contemplación y ha vencido el pudor para desangrarse en tinta y para todos. Así, cuando escribe “no saber quién eres / acelera el tiempo”, le reconoce al lector y a ella misma que la joven que le devuelve la mirada medio absorta cada mañana en el espejo todavía no ha acabado de reconocerse cuando roza la treintena. Y asume el desprecio que se ha podido profesar en alguna ocasión: “¿cómo te deshaces de ti mismo / sin morir en el intento?”. Esas pequeñas confesiones, tan reales como ilusorias, van componiendo un libro dedicado, sobre todo, a responder a una pregunta: ¿quién soy yo para mí misma?
El desafortunado intento enfrenta por primera vez a María Marín con su propia silueta: los poemas intimistas y frágiles conviven con esa otra parte irónica que se toma el mundo, la vida, como un chiste malo, como una broma macabra. Porque el ser humano y la existencia misma son una cuerda floja que se fija entre el dolor y la pantomima. Desde los caníbales –una delicia con la que abre el libro– hasta el origen del océano, pasando por la noche y el silencio y la observancia de lo mínimo… Todo tiene un porqué en el universo creativo de esta poeta, que lo es ya por derecho propio, porque su obra transciende la letra impresa.
Y el lector pasa las páginas con el pinchazo de un apetito fogoso, camina por palabras que son cuna de escarpias y que vibran con la delicada tensión de los versos que merecen la pena: esos que arañan la sustancia elemental que nos compone y que algunos llaman alma. Porque no puede alguien leer “yo soy las personas que quedan / (…) /cuando yo también / he decidido marcharme” o “lloró tanto que las lágrimas se hicieron mar” sin sentir el latigazo de la congoja, una postración a la que el juego de la palabra somete sin que presentar defensa sea una posibilidad cabal. María Marín logra que las manos que sostienen el libro, este libro, se queden sin armas ante una sinceridad imprudente y hermosa, bulliciosa y salvaje. Es esta confesión en dos tonalidades (recuerden, la grave y la burlona) un tesoro en forma de cuaderno diario, una acuarela hiperrealista, que no pierde el embrujo de la bruma que el agua aporta al pigmento, pero que muestra el mundo de María como es, en una suerte de honestidad brutal, que diría el argentino.
Su actitud, por fin, es una ofrenda mesiánica: ella soporta en su piel de palabras las llagas de lo cotidiano para que el resto seamos redimidos, para que veamos por los ojos de quien sabe observar mejor este mundo grotesco, hermoso e inabarcable; un tamiz que ayuda a soportar lo habitual, una luz urgente en una noche de silencio y luna huida. Bajo la firma de María Marín bullen versos dignos de convertirse en tinta de tatuaje: imborrables, imperecederos, eternos… Es, este poemario, un bendito fracaso; nos permite mirar cara a cara a la Poesía.
Escrito en el verano de 2018
al abrigo de la voz de Johnny Cash
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