«¿Por qué un lugar es sagrado?», se pregunta José María Álvarez en uno de sus poemas. Y yo hago lo propio: ¿por qué para mí es sagrado el ruido discreto del Gran Bazar de Istanbul? ¿Qué diferencia ese ir y venir, esas llamadas para dejarse cautivar por la mercancía de lo que ocurre en cualquier mercado de nuestra Región?
No sé qué hace que se me erice la piel cuando pienso en los aromas que salen de aquel escondido restaurante cercano a la calle principal que lleva a la Cisterna, en el misterio de la llamada del almuédano o en esa alegría viva en los ojos de los niños. ¡Ah!, y al pensar en los gatos juguetones, en el té y las shishas, en el silencio de la Mezquita Azul o la magnificencia de Hagia Sophia. No acierto a entender por qué, cuál es ese misterio que me lleva al luto al conocer, con dolor, las vidas que se ha llevado el intento de golpe de estado.
El horror, la violencia y la muerte están injustificados en cualquier caso, pero me aterra pensar que esas calles, mágicas y especiales para mí, se han manchado de sangre. Ha sido allí, en ese paraíso: «Era Istanbul. La ciudad deseada».
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