Domingo. 15 de mayo de 2016. Cuatro de la madrugada. Acabo de terminar de ver el último capítulo de Breaking Bad y todavía no tengo claro qué pasará ahora. La serie protagonizada por Bryan Cranston ha cambiado sensiblemente mi concepto de buen cine.
Reconozco que no soy muy cinéfilo. Me quedan demasiados ‘clásicos’ por sumar a la lista de vistos y tal vez mi actual estado emocional después de este último atracón de la ficción americana no me permita ser del todo objetivo. Nada objetivo, de hecho, pero poco importa. Lo verdaderamente relevante, en este momento, es que sigo tirado en la cama, los ojos de par en par, sin tener mucha idea de qué cojones ocurrirá mañana.
Porque, más allá de si Breaking Bad es o no la mejor serie de la Historia, lo que sí es cierto es que el personaje interpretado por Cranston, Walter White, es ya uno de los personajes más relevantes del imaginario cinéfilo, seriéfilo y televisivo de -esta vez sí- la Historia. Y si no, debería serlo.
Insisto: probablemente sea por mi falta de afición a este terreno, pero creo la evolución del personaje, a lo que habría que sumar la excelente interpretación del actor, no puede pasar desapercibida para cualquier persona que se haya enfrentado a la serie. Uno pareciera, ahora, conocer perfectamente que Walter White es un perfecto y absoluto desconocido, un ser demoníaco y adorable, un hombre prácticamente real. Y ahí empieza el R&R.
La pelea de Walter con sus propios yoes (cordero/lobo/cordero obligado a ser lobo/lobo que quiere pasar por cordero), la posibilidad de dosificar ese conflicto a lo largo de los capítulos y las temporadas, convierten la experiencia de ver la serie en una verdadera locura. Llegar a amar a una persona a la que hace menos de dos horas odiabas y viceversa… Una vez más: ¿no es así en la vida real?
El señor White es, sencillamente, ‘El Padrino’. La familia de Don Vito -y después de Michel- es, a la vez, la carnal y el propio imperio. Y él se sitúa en un punto intermedio: en un extremo, un hombre débil, familiar, casi roto.
En otro, un ser sin escrúpulos, detestable, con unos «principios» muy particulares. Y ese juego es el que se da durante toda la serie entre Walter y su alter ego. Bravo.
Solo por eso, la serie ya merece la pena. Lo mejor es que no es lo único que la hace, puedo decirlo, imprescindible.
Diré su nombre: Heisenberg.