Luis de Góngora y Argote (Córdoba, 11 de julio de 1561- 23 de mayo de 1627) fue un poeta y dramaturgo español del Siglo de Oro, máximo exponente de la corriente literaria conocida más tarde, y con simplificación perpetuada durante siglos, como culteranismo o gongorismo.
«En Salamanca se cuajó la vocación literaria de Góngora, quien se convertiría en el poeta más renombrado de su época, recibiendo encarecidos elogios de su paisano Juan Rufo y del mismo Cervantes», explican en la web del Instituto Cervantes.
Destacan en Biografías y vidas: «En sus primeras composiciones (hacia 1580) se adivina ya la implacable vena satírica que caracterizará buena parte de su obra posterior. Pero al estilo ligero y humorístico de esta época se le unirá otro, elegante y culto, que aparece en los poemas dedicados al sepulcro de El Greco o a la muerte de Rodrigo Calderón. En la Fábula de Píramo y Tisbe (1617) se producirá la unión perfecta de ambos registros, que hasta entonces se habían mantenido separados».
Ruiza, Fernández y Tamaro concluyen: «Su fama fue enorme durante el Barroco, aunque su prestigio y el conocimiento de su obra decayeron luego hasta bien entrado el siglo XX, cuando la celebración del tercer centenario de su muerte (en 1927) congregó a los mejores poetas y literatos españoles de la época (conocidos desde entonces como la Generación del 27: Federico García Lorca, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Luis Cernuda y Miguel Hernández, entre otros) y supuso su definitiva revalorización crítica».
Cuatro poemas de Luis de Góngora
A una rosa
Ayer naciste, y morirás mañana.
Para tan breve ser, ¿quién te dio vida?
¿Para vivir tan poco estás lucida?
Y, ¿para no ser nada estás lozana?
Si te engañó su hermosura vana,
bien presto la verás desvanecida,
porque en tu hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.
Cuando te corte la robusta mano,
ley de la agricultura permitida,
grosero aliento acabará tu suerte.
No salgas, que te aguarda algún tirano;
dilata tu nacer para la vida,
que anticipas tu ser para tu muerte.
Ya besando unas manos cristalinas,
ya anudándose a un blanco y liso cuello,
ya esparciendo por él aquel cabello
que Amor sacó entre el oro de sus minas,
ya quebrando en aquellas perlas finas
palabras dulces mil sin merecello,
ya cogiendo de cada labio bello
purpúreas rosas sin temor de espinas,
estaba, oh, claro sol invidïoso,
cuando tu luz, hiriéndome los ojos,
mató mi gloria y acabó mi suerte.
Si el cielo ya no es menos poderoso,
porque no den los suyos más enojos,
rayos, como a tu hijo, te den muerte.
De la brevedad engañosa de la vida
Menos solicitó veloz saeta
destinada señal, que mordió aguda;
agonal carro por la arena muda
no coronó con más silencio meta,
que presurosa corre, que secreta
a su fin nuestra edad. A quien lo duda,
fiera que sea de razón desnuda,
cada sol repetido es un cometa.
¿Confiésalo Cartago y tu lo ignoras?
Peligro corres, Licio, si porfías
en seguir sombras y abrazar engaños.
Mal te perdonarán a ti las horas;
las horas, que limando están los días,
los días, que royendo están los años.
Lloraba la niña…
Lloraba la niña
(y tenía razón)
la prolija ausencia
de su ingrato amor.
Dejóla tan niña,
que apenas, creo yo,
que tenía los años
que há la dejó.
Llorando la ausencia
del galán traidor,
la halla la Luna
y la deja el Sol,
añadiendo siempre
pasión a pasión,
memoria a memoria,
dolor a dolor.
Llorad corazón,
que tenéis razón.
Dícele su madre:
«Hija, por mi amor,
que se acabe el llanto,
o me acabe yo.»
Ella le responde:
«Non podrá ser, no;
las causas son muchas,
los ojos son dos.
Satisfagan, madre,
tanta sinrazón,
y lágrimas lloren
en esta ocasión,
tantas como dellos
un tiempo tiró
flechas amorosas
el arquero Dios.
Ya no canto, madre,
y si canto yo,
muy tristes endechas
mis canciones son:
porque el que se fué
con lo que llevó
se dejó el silencio
y llevó la voz»
Llorad corazón,
que tenéis razón.
En el cristal de tu divina mano…
En el cristal de tu divina mano
de Amor bebí el dulcísimo veneno,
néctar ardiente que me abrasa el seno,
y templar con la ausencia pensé en vano.
Tal, claudia bella del rapaz tirano
es arpón de oro tu mirar sereno,
que cuánto más ausente dél, más peno,
de sus golpes el pecho menos sano.
Tus cadenas al pie, lloro al ruido
de un eslabón y otro mi destierro,
más desviado, pero más perdido.
¿Cuándo será aquel día que por yerro,
oh serafín, desates, bien nacido,
con manos de cristal nudos de hierro?
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