Antonio Gala (Brazatortas, Ciudad Real, 2 de octubre de 1930) es un dramaturgo, novelista, guionista y articulista español. Galardonado con el Premio Nacional de Literatura, ha firmado obras como El manuscrito carmesí, La pasión turca o El pedestal de las estatuas.
Suyos son también poemarios como Testamento andaluz o El poema de Tobías desangelado. Como dramaturgo ha destacado con textos como Los verdes campos del Edén, Anillos para una dama o Petra regalada.
Tal y como reflejan en la web Biografías y vidas: «Escritor precoz, se inició en la literatura en el círculo de la revista Cántico. Se considera a sí mismo un poeta, por encima de todo. De hecho, toda su obra tanto dramática como narrativa está impregnada de un fuerte lirismo, que cierta crítica ha calificado de trasnochado y anacrónico». Por todo ello, es uno de los autores más admirados en estos días.
En palabras de Félix Ruiz Cardador, el autor es un «clásico vivo, (…) cerca aún en la memoria de los millones de lectores y espectadores que disfrutaron de sus novelas, sus poemas y su dramas cuando la vida era aún tinta, rugido y glamour. También cordobesísima ironía y elegancia«.
Cuatro poemas de Antonio Gala
Bajo qué ramas, di, bajo qué ramas…
Bajo qué ramas, di, bajo qué ramas
de verde olvido y corazón morado
la roja danza muerde tus talones
y te estrechan amantes amarillos.
Desde qué repentina lontananza
giras, me nombras, saltas entre el aire,
mientras yo permanezco absorto en sueños
aún dormida creyéndote en mi alcoba.
Qué plateada tristeza te reviste,
si alegre hasta tu alegre voz acudo,
los pies descalzos, para entrelazarme
sal paso de tu danza apresurada.
Dónde te vas cuando te vas y lloran
las colinas, a solas con tu nombre
para siempre, hasta oír al lado mío
tu voz que me pregunta a quién aguardo.
Enemigo íntimo
Hay tardes en que todo
huele a enebro quemado
y a tierra prometida.
Tardes en que está cerca el mar y se oye
la voz que dice: «Ven».
Pero algo nos retiene todavía
junto a los otros: el amor, el verbo
transitivo, con su pequeña garra
de lobezno o su esperanza apenas.
No ha llegado el momento. La partida
no puede improvisarse, porque sólo
al final de una savia prolongada,
de una pausada sangre,
brota la espiga desde
la simiente enterrada.
En esas largas
tardes en que se toca casi el mar
y su música, un poco
más y nos bastaría
cerrar los ojos para morir. Viene
de abajo la llamada, del lugar
donde se desmorona la apariencia
del fruto y sólo queda su dulzor.
Pero hemos de aguardar
un tiempo aún: más labios, más caricias,
el amor otra vez, la misma, porque
la vida y el amor transcurren juntos
o son quizá una sola
enfermedad mortal.
Hay tardes de domingo en que se sabe
que algo está consumándose entre el cálido
alborozo del mundo,
y en las que recostar sobre la hierba
la cabeza no es más que un tibio ensayo
de la muerte. Y está
bien todo entonces, y se ordena todo,
y una firme alegría nos inunda
de abril seguro. Vuelven
las estrellas el rostro hacia nosotros
para la despedida.
Dispone un hueco exacto
la tierra. Se percibe
el pulso azul del mar. «Esto era aquello».
Con esmero el olvido ha principiado
su menuda tarea…
Y de repente
busca una boca nuestra boca, y unas
manos oprimen nuestras manos y hay
una amorosa voz
que nos dice: «Despierta.
Estoy yo aquí. Levántate». Y vivimos.
Quizá el amor es simplemente esto…
Quizá el amor es simplemente esto:
entregar una mano a otras dos manos,
olfatear una dorada nuca
y sentir que otro cuerpo nos responde en silencio.
El grito y el dolor se pierden, dejan
sólo las huellas de sus negros rebaños,
y nada más nos queda este presente eterno
de renovarse entre unos brazos
Maquina la frente tortuosos caminos
y el corazón con frecuencia se confunde,
mientras las manos, en su sencillo oficio,
torpes y humildes siempre aciertan.
En medio de la noche alza su queja
el desamado, y a las estrellas mezcla
en su triste destino.
Cuando exhausto baja los ojos, ve otros ojos
que infantiles se miran en los suyos.
Quizá el amor sea simplemente eso:
el gesto de acercarse y olvidarse.
Cada uno permanece siendo él mismo,
pero hay dos cuerpos que se funden.
Qué locura querer forzar un pecho
o una boca sellada.
Cerca del ofuscado, su caricia otro pecho exige,
otros labios, su beso,
su natural deleite otra criatura.
De madrugada, junto al frío,
el insomne contempla sus inusadas manos:
piensa orgulloso que todo allí termina;
por sus sienes las lágrimas resbalan…
Y sin embargo, el amor quizá sea sólo esto:
olvidarse del llanto, dar de beber con gozo
a la boca que nos da, gozosa, su agua;
resignarse a la paz inocente del tigre;
dormirse junto a un cuerpo que se duerme.
Viene y se va, caliente de oleaje…
Viene y se va, caliente de oleaje,
arrastrando su gracia por mi arena.
Viene y se va, dejándome la pena
que, por no venir solo, aquí me traje.
Viene y se va. Para tan breve viaje
talé el jazmín, segué la yerbabuena.
Ya no sé si me salva o me condena:
sé que se va y se lleva mi paisaje.
Sé que se va y me quedo frente al muro
de la lamentación y del olvido,
oscuro el sol y el corazón oscuro.
Viene y se va. Yo nunca lo despido.
Al oído del alma le murmuro:
-«Gracias, bien mío, por haber venido».-
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