No hay horno capaz de contener este volcán. Las telas de sus trajes deben de revolverse con rubor encarnado cuando se descontrolan en el galán. De noche. Unas caderas sinuosas al fondo del pasillo. Vapor como de película en dos tonos.
Un primer plano. El molde se desborda. Nariz Rabal, pero sin marca. Los pies que se deslizan. Algo místico en este crooner acunado en la luz que filtró Picasso.
«Qué me importa que antes tú adoraras a otro, que en tus brazos viviera de placer y dolor. Cuando dejo ese vino no pregunto si el vaso ha saciado la sed de otro mal bebedor».
Llega el cantante, la sonrisa es canalla. Juega con el micro, sacude el polvo a los acordes y se carga el rigor para ser un otra cosa. Y de pronto allí Chavela y su llanto de cizalla: corta el frío y lo moldea. O una piel negra de La Habana. Quizá el patriarca corrupto que amenaza a los palos. Zenet. Metro setenta -algo más tal vez, el dato es inventado- de talento. Y con él La guapería, un manojo de boleros olvidados que se inflaman ante el gesto femenino: «Y si no me quieres, devuélveme mis besos y mis caricias con la misma ternura con que te los di».
No hay nada más hermoso que el asombro ante el relámpago. Y esa es la imprecisa voz de este rayo sublime de Andalucía. Zenet, tapón de anís templado en agua; Zenet, brío de ‘maruja’ en la plaza de abastos; Zenet, beso de origen; Zenet, trompeta de milagro.
«A nuestro pobre amor, para que acabe así, solo le falta la palabra fin».
Zenet por una calle. Las miradas se revuelven a su paso. Son hombres que le envidian. Él es La guapería. Un estallido indecoroso, la erupción de la excelencia, el «está todo perfecto» de la clase de los martes, un regalo. Zenet en la mirada, Zenet, manos que tocan. Una receta inimitable, fuego de canción.
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