Entró a clase rompiendo las hojas de los manuales de poesía. Llegó al hospital con bata y nariz de payaso. En ambos casos, rompió los moldes de lo establecido. Mostró que la felicidad, lejos de encontrarse en las instrucciones y las normas, está en la improvisación. Y ahora se ha ido.
El actor Robin Williams ha aparecido muerto esta noche. Y nos hemos quedado, de algún modo, huérfanos. Williams, el intérprete de las mil historias, se metió en el papel protagonista de dos películas que han marcado la senda vital de muchas personas. Hunter Doherty Adams y el señor Keating, protagonistas de las cintas Patch Adams y El club de los poetas muertos, enseñaron, a través de la liviandad de las salas de cine, ese término filosófico y trascendental del Carpe Diem.
El médico loco, que pensó que actuar con corazón es una actitud necesaria para sanar a los enfermos, y el profesor sonriente, que mostró que la poesía, que la literatura, no puede enclaustrarse en reglas y ser vista a través de fórmulas matemáticas, mantendrán vivo a otro gran personaje: el propio Robin Williams, el actor que reflejó las caras dulces de la vida y que, aún en sus papeles más dramáticos, fue capaz de transmitir esperanza a través de sus ojos azules e inquietos.
Lo triste es que el estadounidense parece haberse ido presa de la tristeza, embarrado en una asquerosa depresión que minó su sonrisa, esa que mantuvo eterna en todos su trabajos. Es duro pensar que hasta aquellos que parecen felices –Y Williams siempre transmitió eso—también puedan ser presa del dolor y pasar bajo la nube negra. Quizá fue el impuesto que tuvo que pagar por regalar felicidad, recoger en él toda la tristeza del mundo.
Hasta pronto, señor Williams, hasta pronto.
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