Cuatro poemas de Robert Graves

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Robert Graves (Wimbledon, Londres, 24 de julio de 1895 – Deyá, España, 7 de diciembre de 1985) fue un escritor y erudito británico. Popular por novelas históricas llevadas a la televisión como Yo, Claudio. Además de poeta, ha destacado como investigador de los mitos griegos.

Según la biografía publicada en la página web de la Fundación Robert Graves, «en Charterhouse, Robert Graves se hizo muy amigo de George Mallory, el alpinista que desapareció en la cima del Everest en 1924; era maestro de literatura inglesa y de él Graves aprendió a apreciar la poesía contemporánea. (…) Más delante Graves figuró entre los «Poetas Georgianos», el único grupo o movimiento poético al que perteneció; el propósito de los georgianos era romper con el lenguaje recargado y los temas ampulosos de la poesía victoriana y dirigirse hacia un nuevo lenguaje sencillo y a temas tomados de la naturaleza».

Se instaló en Deià, una pequeña localidad de Palma de Mallorca, de donde tuvo que marcharse en 1936 con motivo de la Guerra Civil Española. Regresó a la isla diez años después y vivió allí hasta 1954.

«Sus catorce novelas, todas traducidas al español, son mayormente históricas como Yo, Claudio, El conde Belisario, La hija de Homero, Rey Jesús, Las islas de la imprudencia, La aventuras del Sargento Lamb, La Historia de Mary Powell, o Ahorcaron a mi santo Billy se ciñen a su interpretación de la historia. Generalmente tiene una visión poco convencional aunque avalado por documentos históricos. Otros como El sello que naufragó concierne la filatelia que le interesaba, o Siete días en Nueva Creta, es una novela futurista basada en sus ideas en La Diosa Blanca. Su poesía se desarrolla desde los juveniles y sus poemas anti guerra, a un periodo metafísico, para establecerse en una poesía de amor dedicada a su musa, la ‘diosa blanca'», cuentan desde la Funadción.

Cuatro poemas de Robert Graves

La vara

Estas lágrimas que inundan mis ojos, ¿son de dolor
o de consuelo?, ¿para acabar con otros amores,
para abstenerse de la insensatez pueril?

Nos ha tocado ser ejemplares
de un amor tan alejado de la galantería
que ahora rara vez nos encontramos en un cuarto apartado
o nos damos el beso de las buenas noches o cenamos juntos,
a menos que sea en compañía casual.

Pues mientras caminamos por el mismo paraíso verde
y confianzudamente empuñamos la misma vara verde
—que aún restaura las esperanzas marchitas de gente
mucho más afligida que nosotros—,
¿cómo podemos temer al lago inmenso y sin fondo
de pura infamia, hundido bajo nosotros,
ahí donde eclosionan los huevos del odio?

Testamento

Pura melodía, amor sin alteración,
flama sin humo, yerbas de un arroyo limpio,
el sol y la luna como si estuviera lanzando dados
con amplias caídas de lluvia,
entonces viene el pacífico instante de apreciación,
las primeras y las últimas líneas de nuestro testamento,
tú enclaustrada alto, en la albarrana del castillo,
peinando tu pelo oscuro frente a un espejo de plata,
y yo abajo, afilando mi cálamo otra vez.

Este cuerpo es ahora tuyo; por eso lo poseo.
Tu cuerpo es ahora mío; por eso lo posees.
Lo mismo pasa con nuestro corazón; deja que permanezca nuestro,
pues ninguno dejará de ser su dueño
mientras florezca en el mismo sueño de flores.

La mañana anterior a la batalla

La lucha hoy, mi fin está muy cerca,
y firme es la sentencia de mis horas:
lo supe ayer, andando al mediodía
por un jardín desierto y con mil flores.

Cantando, prendí rosas en mi pecho
y, asiendo unas cerezas, ya la Muerte
sopló sobre el jardín desde el nordeste
y heló toda belleza con su aliento.

Miré ante mí y, horror, vi mi fantasma,
con furia golpeada la cabeza:
la fruta de mi boca en sangre espesa

se había transformado, y ya la rosa
marchita olía, hasta que en raudas lágrimas
pareció que los muertos florecían.

El beso

Estás golpeado, estás agitado
Por un susurro de amor,
Hechizado en una palabra
¿El tiempo deja de avanzar,
Hasta que la calma de sus ojos grises
Se expanda al cielo
Y las nubes de su pelo
Al igual que tormentas pasen? Luego, los labios que has besado
Se tornan helados y enardecen,
Y una niebla blanca humeante
Oscurece el deseo:
Así que de vuelta a su nacimiento
Se desvanece, el agua, el aire, la tierra,
Y se mueve el primer poder
Sobre el vacío y la escasez. ¿Es eso amor? No, sino la Muerte,
Una pasión, un grito,
La profundidad en la inhalación,
La respiración rugiendo,
Y una vez que ha volado,
Debes permanecer solo,
Sin esperanza, sin vida,
Pobre carne, tristes huesos.

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Traducciones de Antonio Rivero Taravillo y Rodrigo Círigo.

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