A veces uno no escoge volver, sino que es la vida la que te jala de regreso, como una ola que se repliega con fuerza, llevándote hasta las raíces, hasta esa tierra que arde, que duele, que abraza.
Así empieza la segunda parte de La voz del destino: no como una continuación cualquiera, sino como una necesidad emocional profunda, un reencuentro con lo que ha quedado pendiente, con lo que aún duele. Yirka González escribe sin filtros, sin adornos innecesarios, con una voz que parece venir de adentro, muy adentro, desde un lugar donde el lenguaje se mezcla con la sangre, el olor del mar, el sudor de los cuerpos que cuidan y entierran, que callan y resisten.
No es fácil hablar de este libro sin recurrir a palabras grandes, porque no es una historia que se conforme con ser contada: es una historia que se vive, que se encarna. No va de aventuras ni de misterios que resolver, sino de esos dolores callados que todos conocemos, como la muerte de una madre, el regreso a la casa de la infancia, la culpa, el perdón, el cuerpo que envejece, el país que se desmorona pero aún canta.

La protagonista, Candela, vuelve a Cuba con sus hijos y con una carga emocional que no cabe en maletas. Vuelve a ver a su madre enferma, a reencontrarse con una isla que se deshace entre apagones, ciclones y rezos. Pero sobre todo, vuelve para acompañar la muerte de su madre, despedirse con amor y entender que regresar también es curarse. Porque una parte suya seguía allí, enterrada en el patio de la infancia, en los brazos de una madre que supo amarla sin palabras, en el eco de una comunidad que, aunque empobrecida, sigue siendo refugio.
Y lo maravilloso de este libro es que lo dice todo con lo mínimo, con escenas que no necesitan gritar para conmover. Una hija que baña a su madre moribunda, una santera que protege con su canto, una comida familiar a media luz. Esos momentos contienen todo lo esencial de la vida. Hay que leerlos despacio, porque detrás de cada gesto hay un mundo. Pero hay también humor, y ternura, y una especie de fe que no tiene nada que ver con religiones formales sino con el alma misma.
La espiritualidad atraviesa toda la historia: la santería, los rezos, los orishas, las ceremonias, los muertos que acompañan, las velas encendidas junto a los santos. La muerte no es un final trágico, sino un tránsito sagrado.
Un retrato real con personajes únicos
La figura de la madre, Caridad, se vuelve aquí una de esas presencias que no se olvidan. Su enfermedad no la borra ni la debilita: la muestra más humana, más sabia, más fuerte que nunca. Ella decide cómo morir. Lo asume con dignidad. Y su despedida es de las más conmovedoras que he leído, no porque sea dramática, sino porque está llena de verdad y de amor.
El libro está lleno de personajes entrañables. La madrina santera, la cotorra malhablada, los primos, los vecinos que aparecen solo un momento pero dejan huella, los niños que hacen preguntas que desarman. Todo está narrado con ese ritmo que tiene la vida real: caótico, lleno de interrupciones, de belleza inesperada, de silencios incómodos.
Y uno agradece que no se idealice nada. Esta no es la Cuba postal, sino la Cuba real: la de los hospitales sin recursos, los apagones eternos, los cuerpos que se cuidan sin medicinas, los sueños que se aplazan, los rituales que salvan. Una isla que resiste, que canta, que no deja de parir belleza aunque le falte todo. Hay también espacio para el amor, pero no un amor romántico y dulzón.
El recuerdo de Francisco —un amor intenso, breve y ausente— tiñe el relato con una nostalgia que no abruma, pero que acompaña, como un eco suave que se queda en el fondo. Y aunque se habla de la muerte, es un libro lleno de vida. Llena de comidas compartidas, de risas en medio del duelo, de juegos de niños, de canciones que acompañan el llanto, de gestos pequeños que sostienen lo inmenso. Cada página es una prueba de que la vida —incluso rota— sigue siendo un milagro.
No es fácil clasificar esta novela, y eso es lo que la hace tan auténtica. Tiene algo de testimonio, algo de diario íntimo, algo de carta de amor a una madre y a un país herido. Lo importante no es el género, sino que te toca. Te remueve. Te deja pensando. Y te acompaña. Si alguna vez tuviste que despedirte de alguien que amabas, si alguna vez volviste a un lugar sabiendo que ya no era igual, si alguna vez sentiste que la tristeza y la gratitud podían coexistir, este libro te va a hablar. No te va a dar respuestas, pero te va a abrazar con preguntas.
Y eso, en los tiempos que corren, es más valioso que nunca.