José Hierro (Madrid, 3 de abril de 1922 – Madrid, 21 de diciembre de 2002) fue un poeta español vinculado a la primera generación de la posguerra dentro de la llamada poesía desarraigada.
Más allá de su propia obra lírica, el escritor llevó a cabo una intensa actividad dentro de la crítica de arte y la divulgación literaria con proyectos como la revista Corcel. Integró la Real Academia de la Lengua como académico, aunque la vida se lo llevó por delante antes de tomar posesión de su silla.
Premio Nacional de las Letras y Premio Cervantes, «José Hierro está considerado como una de las voces más representativas de la poesía social de posguerra». Algunos de sus títulos más destacados son Cuaderno de Nueva York, Alegría o Estatuas yacentes. En el ámbito de la crítica, la editorial Sintesis publicó en 2012 Los sentidos de la mirada, una colección de textos que Hierro dedicó a pintores y escultores.

Cuatro poemas de José Hierro
Llegada al mar
Cuando salí de ti, a mí mismo
me prometí que volvería.
Y he vuelto. Quiebro con mis piernas
tu serena cristalería.
Es como ahondar en los principios,
como embriagarse con la vida,
como sentir crecer muy hondo
un árbol de hojas amarillas
y enloquecer con el sabor
de sus frutas más encendidas.
Como sentirse con las manos
en flor, palpando la alegría.
Como escuchar el grave acorde
de la resaca y de la brisa.
Cuando salí de ti, a mí mismo
me prometí que volvería.
Era en otoño, y en otoño
llego, otra vez, a tus orillas.
( De entre tus ondas el otoño
nace más bello cada día. )
Y ahora que yo pensaba en ti
constantemente, que creía…
( Las montañas que te rodean
tienen hogueras encendidas.)
Y ahora que yo quería hablarte,
saturarme de tu alegría…
( Eres un pájaro de niebla
que picotea mis mejillas. )
Y ahora que yo quería darte
toda mi sangre, que quería…
(Qué bello, mar, morir en ti
cuando no pueda con mi vida.)
El amor estaba escondido
El amor estaba escondido
como la almendra en la corteza.
Agazapado suavemente,
circulando cálidamente.
Y era preciso detenerlo,
paralizarlo, congelarlo,
encadenarlo en líneas, ritmos,
desarraigarlo de su tránsito,
darle bulto, darle reposo,
encerrarlo en unas figuras
que no sean hija ni madre,
sino materia del amor,
sino parpadeo de estrella
que no se extingue nunca. Llama
salvada de su acabamiento,
hecha presente para siempre.
Así era
Canta, me dices. Y yo canto.
¿Cómo callar? Mi boca es tuya.
Rompo contento mis amarras,
dejo que el mundo se me funda.
Sueña, me dices. Y yo sueño.
¡Ojalá no soñara nunca!
No recordarte, no mirarte,
no nadar por aguas profundas,
no saltar los puentes del tiempo
hacia un pasado que me abruma,
no desgarrar ya más mi carne
por los zarzales, en tu busca.
Canta, me dices. Yo te canto
a ti, dormida, fresca y única,
con tus ciudades en racimos,
como palomas sucias,
como gaviotas perezosas
que hacen sus nidos en la lluvia,
con nuestros cuerpos que a ti vuelven
como a una madre verde y húmeda.
Eras de vientos y de otoños,
eras de agrio sabor a frutas,
eras de playas y de nieblas,
de mar reposando en la bruma,
de campos y albas ciudades,
con un gran corazón de música.
Cumbre
Firme, bajo mi pie, cierta y segura,
de piedra y música te tengo;
no como entonces, cuando a cada instante
te levantabas de mi sueño.
Ahora puedo tocar tus lomas tiernas,
el verde fresco de tus aguas.
Ahora estamos, de nuevo, frente a frente
como dos viejos camaradas.
Nueva canción con nuevos instrumentos.
Cantas, me duermes y me acunas.
Haces eternidad de mi pasado.
Y luego el tiempo se desnuda.
¡Cantarte, abrir la cárcel donde espera
tanta pasión acumulada!
Y ver perderse nuestra antigua imagen
arrebatada por el agua.
Firme, bajo mi pie, cierta y segura,
de piedra y música te tengo.
Señor, Señor, Señor: todo lo mismo.
Pero, ¿qué has hecho de mi tiempo?