Francisco Brines (Oliva, Valencia, 22 de enero de 1932-Gandia, Valencia, 20 de mayo de 2021) fue un poeta español encuadrado en el grupo poético de los años 50. Académico de la RAE desde 2001, hasido reconocido con distinciones como el Premio Nacional de las Letras Españolas, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana o el Premio Cervantes.
«Su primer libro, Las brasas, apareció en 1959 y con él ganó el Premio Adonais. Seguidamente publicó Palabras en la oscuridad (1966) que le mereció el galardón con el Premio Nacional de la Crítica. En 1987, recibe el Premio Nacional de Literatura por El otoño de las rosas (1986), uno de sus libros más conocidos y populares», refleja la biblioteca virtual Miguel de Cervantes.
Una poética, publicada en la página web de su fundación, alude a que «para Brines, la infancia es un tiempo mítico en el que se desconoce la muerte. El Brines adulto, expulsado del paraíso de la infancia, conseguirá, a través del erotismo y de la contemplación de la naturaleza, alcanzar de lleno la vitalidad desde la fuerza de la juventud. Estas constantes que refleja su obra ponen de manifiesto que ni la misma poesía, ni el recuerdo, pueden detener el paso del tiempo.
Cuatro poemas de Francisco Brines
Palabras para una mirada
Miras, con ojos luminosos,
mientras hablo, mis ojos. Los cabellos
son fuego y seda,
y el rosa laberinto del oído
desvaría en la noche,
acepta las razones que doy sobre una vida
que ha perdido la dicha y su mejor edad.
¿Cómo me ven tus ojos? Yo sé, porque estás cerca,
que mis labios sonríen,
y hay en mí delirante juventud.
Inocente me miras, y no quiero saber
si soy el más dichoso hipócrita.
Sería pervertirte decir
que quien ha envejecido es traidor,
pues ha dado la vida
o dado el alma,
no sólo por placer, también por tedio,
o por tranquilidad;
muy pocas veces por amor.
He acercado mis labios a los tuyos,
en su fuego he dejado mi calor,
y emboscado en la noche
iba espiando en ti vejez y desengaño.
Oscureciendo el bosque
Toda esta hermosa tarde, de poca luz,
caída sobre los grises bosques de Inglaterra,
es tiempo.
Tiempo que está muriendo
dentro de mis tranquilos ojos,
mezclándose en el tiempo que se extingue.
Es en la vida todo
transcurrir natural hacia la muerte,
y el gratuito don que es ser, y respirar,
respira y es hacia la nada angosta.
Con sosegados ojos miro el bosque,
con tal gracia latiendo
que me parece un soplo de su espíritu
esa dicha invisible que a mi pecho ha venido.
Cual se cumple en el hombre
también se ha de cumplir la vida de la tierra;
la débil vecindad que es realidad ahora,
distancia tenebrosa será luego,
toda será negrura.
Miro, con estos ojos vivos, la oscuridad del bosque.
y una dicha más honda llega al pecho
cuando, a la soledad que me enfriaba,
vienen borrados rostros, vacilantes
contornos de unos seres
que con amor me miran, compañía demandan,
me ofrecen, calurosos, su ceniza.
Cercado de tinieblas, yo he tocado mi cuerpo
y era apenas rescoldo de calor,
también casi ceniza.
y sentido después que mi figura se borraba.
Mirad con cuánto gozo os digo
que es hermoso vivir.
Sucesión de mí mismo
Es ardiente el pasado, e imposible:
breve noche de amor conmigo mismo.
F. B.
Al aire del jardín
la cama está revuelta de sábanas y luna,
y en ellas está el cuerpo solitario y desnudo.
Velan los ojos, en las sombras del pino plateado, la hiedra de
las tapias,
y la vida furtiva de los astros.
Un bulto juvenil de la penumbra surge
y ha subido sin ropas a mi lecho,
y en la tarea del amor completa
la noche ahora tan breve.
Este mudo muchacho está encendido
de una pasión oscura y alejada,
y sus dientes furiosos y su lengua dulcísima
rescatan de mi carne la densidad del tiempo.
En el azar del mundo su vida ha retornado
con revueltos cabellos, y ahora mudo,
y ha cruzado después las puertas de la noche.
Desde el balcón le espío
llegar hasta la esquina de la casa,
y allí ha permanecido en la mejilla de la primera luz.
Con el sol y los pájaros el día se hace largo,
y en la esquina el muchacho ya es este mudo anciano que
vigila el balcón
allí donde él se mira con un cuerpo aún robusto y fatigado.
Borrada juventud, perdida vida, ¿en qué cueva de sombras
arrojar las palabras?
Amor en Agriento
(Empedócles en Akragas)
Es la hora del regreso de las cosas,
cuando el campo y el mar se cubren de una sombra lenta
y los templos se desvanecen, foscos, en el espacio;
tiemblan mis pasos en esta isla misteriosa.
Yo te recuerdo, con más hermosura tú
que las divinidades que aquí fueron adoradas;
con más espíritu tú, pues que vives.
Hay una angustia en el corazón
porque te ama,
y estas viejas columnas nada explican:
Unos ardientes ojos, cierta vez, miraron esta tierra
y descubrieron orígenes diversos en las cosas,
y advirtieron que espíritus opuestos los enlazaban
para que hubiese cambio, y así explicar la vida.
Esta tarde, con los ojos profundos, he descubierto la intimidad
del mundo:
Con sólo aquel principio, el que albergaba el pecho,
extendí la mirada sobre el valle;
mas pide el universo para existir el odio y el dolor,
pues al mirar el movimiento creado de las cosas
las vi que, en un momento, se extinguían,
y en las cosas el hombre.
La ciudad, elevada, se ha encendido,
y oyen los vivos largos ladridos por el campo:
éste es el tránsito de la muerte, confundiéndose con la vida.
Estas piedras más nobles, que sólo el tiempo las tocara,
no han alcanzado aún el esplendor de tu cabello
y ellas, más lentas, sufren también el paso inexorable.
Yo sé por ti que vivo en desmesura,
y este fuerte dolor de la existencia
humilla al pensamiento.
Hoy repugna al espíritu
tanta belleza misteriosa, tanto reposo dulce, tanto engaño.
Esta ciudad será un bello lugar para esperar la nada
si el corazón alienta ya con frío,
contemplar la caída de los días,
desvanecer la carne.
Mas hoy, junto a los templos de los dioses,
miro caer en tierra el negro cielo
y siento que es mi vida quien aturde a la muerte.